Golpeando
el pie en el suelo,
Verinha rechazaba el
vaso de leche que su
madre amorosamente le
ofrecía.
—
No voy a tomarla. No me
gusta la leche.
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Intentando
convencerla, con
cariño, la
madre hablaba de
la importancia
de la leche en
la alimentación
de los niños en
crecimiento.
Mimada, la
pequeña empujó
el vaso, que
tiró.
Doña
Dalva cogió un
paño y limpió
el suelo, con
paciencia.
Después
sugirió ....
sandwichs,
bizcocho.
Verinha
se tapó el
rostro con las
manos, gritando:
—
¡No, no, no!
Cansada
de insistir,
doña Dalva se
resignó. No
sabía más que
hacer con la
hija. Verinha
tenía sólo
cuatro años,
pero |
era
obstinada y
hacía sólo lo
que quería. Si
su voluntad no
fuera obedecida,
contrariada ella
hacía el mayor
drama. Tenía
crisis de rabia
y se tiraba al
suelo a patalear
y a gritar,
donde estuviese. |
En
relación a la
alimentación, era
siempre así. Nunca quería
comer lo que le era
ofrecido, pero, si le
preguntaran lo que quería,
estaba siempre dispuesta
a comer: palomitas,
helado, chocolate,
bolas.
—
Pero, hijita, ¡ahora
es la hora del
almuerzo! —
Decía doña
Dalva.
Y,
si no le daban
lo que pedía,
no comía nada,
dejando la madre
preocupada con
su salud.
La
situación
estaba tan seria
que la madre no |
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sabía
más que hacer.
Buscó amparo en
la oración. |
Doña
Dalva elevó el
pensamiento a Jesús,
suplicándole la
orientara en la mejor
manera de educar a la
hijita. No sabía que
actitud tomar. Había
aprendido que la
doctrina de Cristo es
toda basada en el amor,
y era exactamente lo que
ella intentaba hacer. ¡Educar
a la hija con amor!
En
ese momento, abrió al
acaso un libro de
mensajes, y leyó: El
amor no dispensa la
disciplina. Entendió
que era una respuesta a
sus súplicas.
Doña
Dalva reflexionó
bastante y decidió
cambiar de táctica.
Al
día siguiente, en el
desayuno, colocó
delante de la hija un
vaso de café con leche
y pan con manteca.
Cuando
la niña empujó el copo
y el pan, afirmando que
no quería comer, doña
Dalva dijo sólo:
—
Está bien. Pero tú no
comerás más nada hasta
la hora del almuerzo.
Verinha
se levantó y fue a
jugar. No tardó mucho y
ella volvió pidiendo
bizcocho.
—
No, hija mía. Tú tendrás
que esperar hasta la
hora del almuerzo.
La
niña protestó, pero la
madre no cedió.
Al
mediodía, doña Dalva
sirvió el almuerzo. ¡Estaba
apetitoso!
Verinha
miró los platos. Arroz,
alubias, filete y
ensalada. Torció la
nariz:
—
No quiero nada de esto.
Quiero patatitas frita.
Sentados
a la mesa, doña Dalva
no dio atención a la
hija y comenzó a
conversar con el marido
que había llegado para
el almuerzo y tenía
prisa de volver al
trabajo.
—
Mamá, ¿tú escuchaste
lo que yo dije? No
quiero comer lo que
tienes en la mesa. ¡Quiero
patatita frita!
Doña
Dalva miro a la hija, y
respondió firme:
—
Escuché, sí. Si no
quieres comer, no comas.
Sin embargo no comerás
otra cosa, mucho menos
patatita frita. Y no
sirve que tú busques en
el armario galletas,
chocolates y otras
cositas más, porque allí
no hay nada de eso.
Verinha,
sorprendida, abrió los
ojos; después, hizo
gestos, como se
estuviera herida;
enseguida, se tiró en
el suelo llorando.
Doña
Dalva continuó
conversando con el
marido, sin mirar para
ella, fingiendo ignorar
la escena. Al notar que
nadie le prestaba atención,
Verinha paró de llorar.
Se levantó del suelo y
se aproximó a la madre.
—
¿Por qué estás
haciendo esto conmigo,
mamá? ¿No me ama más?
— lloriqueando la
chica, enjugando las lágrimas.
La
madre abrazó a la
hijita con cariño,
explicando:
—
La mamá te ama mucho,
querida. Pero
exactamente por mucho
amar tengo que enseñarla
a ser una niña mejor, más
disciplinada. ¿Entendiste?
Todo tiene una hora
correcta. Hora para
dormir, para tomar un baño,
para ir a la escuela,
para tomar la cena, para
almorzar, para comer
postre. Nuestro
organismo necesita de
una porción de
substancias para vivir
bien y con salud. Si
comes sólo tonterías,
podrás quedar débil y
enfermar. ¿Entendiste?
Además de eso, ¿tú
sabes que existen niños
pobres que no tienen
nada para comer en casa?
Ellos quedarían muy
felices con lo que
tenemos aquí en nuestro
hogar, y que tú
rechazas.
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Verinha
pensó un poco y
respondió:
—
Entendí, mamá.
Yo tengo una
amiguita,
Ester, que es
bien pobre y no
tiene nada. ¿Puedo
comer ahora?
La
madre hizo el
plato de la hija,
que andaba con
hambre y comió
con gusto.
Después, cuando
Verinha |
acabó,
la madre
ofreció: |
—
Ahora podrás comer
postre, si quieres.
La
niña aceptó con
satisfacción. Comió
una banana.
Mientras
la madre arreglaba su sándwich,
colocándola en la
sanwichera, la niña
sugirió:
—
¿Mamá, puedo llevar
una banana para mi amiga
Ester? A ella le gustan
mucho las bananas. ¡Le
va a encantar!
La
madre abrazó a Verinha
con amor, agradeciendo a
Jesús por el socorro
que le había enviado.
Era exactamente lo que
necesitaba para educar a
la hija: amor con
disciplina.
Entendía
cuanto había errado,
pero estaba segura de
que todo ahora caminaría
bien, para felicidad de
todos.
Tía Célia
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