Dalva salía de paseo
todos los días y su
perrito Leleco le
gustaba siempre
acompañarla. Pero Dalva
era una niña que no
sabía respetar a los
otros.
Cuando el perrito se
aproximaba ladrando
feliz y moviendo el
rabito, satisfecho por
verla, Dalva lo empujaba
para lejos, irritada e
insatisfecha.
Cuando Leleco la veía
sentada en un rincón,
sola y triste, llegaba
manso y le lamía la
mano, humilde y
cariñoso. Dalva, sin
embargo, lo expulsaba a
puntapiés.
Su madre buscaba darle
buenos consejos,
enseñando que todas las
criaturas son de Dios,
que debemos amarnos unos
a los otros y que
debemos hacer a los
otros
aquello que nos gustaría
que los otros nos
hicieran, conforme nos
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enseña Jesús,
pero Dalva no
daba oídos a su
madre,
respondiendo
malcriada: |
- ¡Hago aquello que
quiero! ¡Nadie manda en
mí!
A despecho de su
mal-humor y maldad,
Leleco parecía no
importarle. No obstante
los malos tratos, los
tirones de orejas, los
puntapiés, él volvía
siempre, con aquellos
ojos vivos y mansos,
junto a su dueña,
demostrando una
fidelidad realmente
canina.
Cierto día Dalva se
alejó de casa más que de
costumbre. Cuando
percibió, estaba próxima
a una calle muy movida.
Miró al otro lado y vio
una vitrina con lindos
juguetes expuestos.
No titubeó. Atravesó la
pista corriendo, sin
mirar para los lados. De
repente, sintió el
perrito saltar sobre
ella, tirándola para el
frente, y haciendo que
cayera en la calzada.
Roja de rabia, se volvió
para pelear con Leleco,
cuando lo vio extendido
en el asfalto, como
muerto. Sólo ahí
percibió lo que había
ocurrido.
Un coche se hubo
aproximado
peligrosamente, viniendo
con velocidad, y Leleco,
percibiendo el peligro,
había intentado salvarle
la vida, a costa de su
propia vida.
El dueño del coche, que
hube parado un poco
adelante, se aproximó
afligido, mientras otros
transeúntes también se
aglomeraban a su
alrededor, comentando lo
ocurrido.
- ¿Te golpeaste? –
preguntó el conductor
preocupado.
- No. Estoy bien, -
respondió Dalva bajito.
Y miró a Leleco,
extendido en la acera.
El conductor le dijo
conmovido:
- Tú debes tu vida a
este valiente perrito.
- ¡Leleco! ¡Leleco! –
lloraba Dalva,
desesperada.
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Apenado, el conductor se
aproximó al perrito y lo
examinó.
– Él no está muerto.
¡Gracias a Dios! Llevó
un golpe, pero parece
que no es nada grave.
Vamos a llevarlo a un
veterinario.
Dalva, con cariño, lo
acomodó en sus brazos y,
en aquel instante,
Leleco abrió los ojos.
Al ver a su dueña sana y
salva, él ladró
satisfecho y le lamió la
mano en un gesto
cariñoso.
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Dalva le acarició el
pelo suave, mientras le
decía con emoción:
– ¡Perdona, Leleco!
Nunca más voy a
maltratarte. Prometo que
seré una chica buena y
diferente de lo que he
sido hasta hoy.
Y el perrito latió,
satisfecho, acomodándose
mejor en los brazos de
su querida dueña,
sabiendo que, de ese día
en delante, su vida
sería mucho más feliz.
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Tía Célia
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