Señales de
alarma
El muchacho se
accidentó
gravemente en un
choque entre dos
vehículos. Al
caer de su moto,
el casco se
mostró
insuficiente
para protegerle
el cráneo. Días
y noches se
debatió ante la
presencia de la
muerte en una
U.V.I. del
principal
hospital de la
ciudad. En casa,
todos oraban.
Sus familiares
parecían unirse
para sumar
fuerzas y
recursos delante
del decreto del
Invisible, pues
temían su
partida
extemporánea
para el otro
mundo. “Es
temprano aún”,
pensaban,
todavía no
conseguían
decirlo.
A medida, sin
embargo, que el
enfermo se
recuperaba, el
fervor disminuía
y, a los pocos,
la casa fue
retornando a la
normalidad. Con
el alta, de
nuevo volvieron
a las
preocupaciones
materiales, los
proyectos
financieros, la
despreocupación
con los altos
objetivos de
nuestro pasaje
por la Tierra,
cosa que debería
merecer un poco
más de atención
en los días en
que vivimos.
Lo que ocurre en
un simple
accidente físico
debería ocurrir
en los
accidentes
morales.
Cuando la
obsesión, cual
una enfermedad
insidiosa,
golpea en
nuestra puerta,
la familia
necesita ponerse
en guardia,
juntar esfuerzos
y orar mucho,
porque, más
peligrosa que
una lesión de
naturaleza
orgánica, la
obsesión puede
liquidar
proyectos nobles
y ser la tumba
de la más caras
aspiraciones.
¿Por qué,
entonces, no
enfrentarla como
un mal que es
necesario ser
extirpado?
¿Por qué no
elegirla como el
problema número
uno de la
familia entera?
Es de Scheila
(Espíritu), por
intermedio de la
psicografia de
Chico Xavier, la
siguiente
advertencia:
“Hay diez
señales rojos en
el camino de la
experiencia,
indicando una
caída probable
en la obsesión”:
- Cuando
entramos en la
línea de la
impaciencia;
- Cuando creemos
que nuestro
dolor es el más
grande;
- Cuando pasamos
a ver ingratitud
en los amigos;
- Cuando
imaginamos
maldad en las
actitudes de los
compañeros;
- Cuando
comentamos el
lado menos
feliz de esa
o de aquella
persona;
- Cuando
reclamamos
aprecio y
reconocimiento;
- Cuando
suponemos que
nuestro trabajo
está siendo
excesivo;
- Cuando pasamos
el día a exigir
esfuerzo ajeno,
sin prestar la
más suave tarea;
- Cuando
pretendemos huir
de nosotros
mismos, a través
del alcohol o de
la droga;
- Cuando
juzgamos que el
deber es
solamente de los
otros.”
Y Scheila así lo
concluye:
“Toda vez que
uno de esos
señales venga a
surgir en
tránsito por
nuestras ideas,
la Ley Divina
está presente,
recomendándonos
la prudencia de
ampararnos en el
socorro de la
oración o en la
luz del
discernimiento.”
La lección
transcrita
dispensa
comentarios.
La obsesión es
una enfermedad
moral que sólo
alcanza el
hombre que le
abre las puertas
y ventanas para
ella entrar.
Hay, sin
embargo, un
antídoto para
ese inquietante
mal, expreso en
el apunte
siguiente de
Eurípedes
Barsanulfo
(Espíritu),
constante del
libro Semillas
de la Vida
Eterna,
psicografíado
por Divaldo
Franco: “A
través del
Evangelio(…)
encontramos el
antídoto
eficiente
contra su
proliferación:
el amor”.
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