En una casa de campo muy
agradable vivía un
potrillo. Allí él tenía
todo lo que necesitaba:
corría por los campos,
donde tenía comida a
voluntad y, cuando
andaba con sed, bebía
agua en un arrollo
cristalino. A La noche,
se recogía a la
caballeriza y dormía
tranquilo.
Cierto día, sin embargo,
murió el viejo caballo
que tiraba el carro, al
llevar el dueño a la
villa, cuando él
necesitaba
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transportar
productos que
cogía en la
huerta, y el
patrono resolvió
colocarlo en ese
servicio. |
Mandó al empleado a
buscarlo en el campo, y
sujetarlo a la carroza,
después dijo:
— Mí caballito, tú ya
estás bien crecido y vas
a comenzar a trabajar.
Aunque fuera animal de
raza, como era dócil, él
aceptó sin reclamar.
¡Finalmente, nunca había
salido de la casa de
campo, y ahora iba a
conocer otras personas,
otros lugares, tal vez
más bonitos!
Pero luego percibió que
no era justamente así.
Su vida cambió bastante.
Ahora él no podía correr
más por los campos,
libre, bajo el sol que
brillaba allá encima en
el cielo. Despertaba de
madrugada, comía en una
caja y bebía agua en una
vasija sucia. El
empleado le colocaba las
monturas, prendiéndolo a
los varones del
carro. Tras todo listo,
el dueño subía y, con
modos rudos, gritaba
órdenes, estallando el
látigo en su lomo, para
que comenzara a andar.
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— ¡Eia!... ¡Vamos allá,
so perezoso!
¡A camino!...
Cuando él estiraba las
riendas, las monturas le
herían la boca, y las
correas herían su
cuerpo. Sin embargo, el
caballito no
reaccionaba, poniéndose
a
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caminar más
deprisa. |
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Ahora sentía el peso del
carro cargado. Después,
al volver, quedaba bajo
el peso de una carga más
pesada, transportando
las compras hechas por
el dueño.
Con el pasar del tiempo,
comenzó a quedarse
triste. Sentía mucho
dolor, pues su cuerpo
ahora estaba siempre
lleno de heridas. Pero,
a pesar de todo, del
tratamiento que recibía,
a él le gustaba su
dueño.
Cierto día, ellos fueron
a la villa y el señor
tardó mucho en volver.
Pacientemente, el
caballito aguardaba a su
amo en una calle, sin
comida y sin agua.
Ya era muy tarde y el
hombre no llegaba. De
repente, el caballito
vio a su dueño que se
arrastraba por la calle
pareciendo estar muy
mal. Después, él cayó y
no se levantó más.
El caballito comenzó a
luchar para soltar las
monturas que estaban
prendidas en un pequeño
poste de madera. Hasta
que, tras mucho
esfuerzo, acabó
consiguiendo.
Corrió para cerca del
amo, pero, por más que
lamiera su rostro, que
lo empujara con el
hocico, él no se
meneaba.
El caballito resolvió
llevarlo para casa. La
casa de campo no quedaba
lejos y, con buena
voluntad, lo
conseguiría. Entonces,
lo agarró con los
dientes fuertes,
estirándolo por la ropa.
El esfuerzo era grande,
pero el valiente
caballito no desistió.
Cuando estaba muy
cansado, él paraba;
después, proseguía;
paraba de nuevo y
proseguía...
Venciendo poco a poco la
distancia, después de
horas ellos llegaron a
la casa de campo.
Asustada, la mujer del
dueño vino corriendo a
saber lo que había
ocurrido.
Al ver al marido sin
despertar y el caballito
prendido al carro, con
las piernas trémulas de
cansancio, entendió
todo.
— Tú anduviste bebiendo
de nuevo, ¿no es?
¿Cuándo es que vas a
aprender que la bebida
sólo hace mal? ¡Ve tú
estado!...
Aproximándose del
valiente animal, le hizo
una caricia y dijo:
— ¡Gracias, caballito!
Tú mostraste que eres
muy inteligente,
valiente y fiel.
Después ella le quitó
los arreos, dejándolo
libre.
Llamó al empleado y
juntos llevaron al
hombre para casa. Al
llegar a la caballeriza,
el caballito cayó de
tanto cansancio. El
empleado le trajo comida
y agua a voluntad.
Cuando el amo se
recuperó de la
borrachera, fue hasta la
caballeriza y, al ver a
su caballito, que ya
fuera un bello animal y
ahora estaba todo
herido, con el pelo
sucio y sin brillo, se
llenó de piedad.
— Mi caballito, fui muy
injusto contigo,
colocándolo para tirar
el carro. Y tú me
ayudaste, preocupándote
conmigo y trayéndome con
mucha dificultad para
casa. ¡Perdóname! A
pesar de mis malos
tratos, probaste que te
gusto, y te seré
eternamente grato por
eso.
El amo abrazó al
caballo, que lo oía con
la cabeza baja, y
concluyó:
— A partir de hoy tú
estás libre. Y te
prometo que no colocaré
más ningún animal para
tirar el carro. Voy a
comprar una camioneta
para hacer ese servicio.
El caballito, con los
ojos húmedos, se
aproximó al amo y lamió
sus manos, mostrando su
agradecimiento.
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, Rolândia-PR,
em 8/7/2011.)
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