Las
desigualdades
sociales son un
mal que un día
tendrá fin
Las protestas de
los llamados
“indignados” en
Europa y el
movimiento que
tiene por meta,
en Estados
Unidos, el
sector
financiero
simbolizado por
Wall Street,
hicieron con que
se incluyese en
la agenda
internacional el
tema desigualdad
social, como a
propósito está
ocurriendo
también en
Brasil, país en
que las
desigualdades
sociales saltan
a la vista.
A pesar de los
que creen que es
natural que
ocurran las
desigualdades,
el seso común es
que ellas
constituyen un
mal que deberá
un día, con
certeza, ser
eliminado en
todas las
naciones dichas
civilizadas.
Ese pensamiento
tiene sido
abrazado por el
Espiritismo
desde su
principio.
Las
desigualdades
sociales – dicen
los inmortales –
no son obra de
Dios, pero del
hombre.
Dios nos creyó
iguales y
destinados al
mismo fin, pero
los hombres, por
fuerza de las
imperfecciones
morales que nos
caracterizan,
estatuyeron
leyes, sistemas,
planes de
gobierno y
coyunturas
injustas que
privilegian
algunos, en
detrimento de la
mayoría.
Como
consecuencia,
nacieron las
desigualdades,
que fueron
abultándose y
son más o menos
acentuadas en
determinados
países, de
acuerdo con el
grado evolutivo
de sus
habitantes.
El progreso es,
sin embargo,
irresistible y,
por eso, la
desigualdad
social, como
todo lo que es
inferior, día a
día se atenuará,
hasta que se
apague en
definitivo, lo
que ocurrirá
cuando el
egoísmo y el
orgullo dejaren
de predominar en
la Tierra.
Restará,
entonces, en
nuestro globo
solamente la
desigualdad del
mérito, porque
vendrá un tiempo
en que los
miembros de la
gran familia
universal
dejarán de
considerarse
como de sangre
más o menos puro
y comprenderán
que sólo el
Espíritu puede
ser más o menos
puro, pero eso
no depende de la
posición social.
No seamos, no
obstante,
ingenuos a punto
de pensar que
las
desigualdades
desaparecerán de
repente o serán
el resultado de
revoluciones, de
guerras, de
leyes o de
decretos. Nada
de eso. Su
extinción se
hará de manera
lenta y
gradualmente, de
acuerdo con el
ritmo de los
esfuerzos
individuales y
colectivos y
como
consecuencia
directa del
progreso moral
alcanzado por la
Humanidad.
Se entienda,
aún, que la
extinción de las
desigualdades
sociales no
implicará la
estandarización
de los hombres.
La sociedad
terrena no se
tornará un
sistema
mecánico. Los
hombres es que
pasarán a
orientarse por
las leyes
divinas, a fin
de que sus
inclinaciones
naturales puedan
despertar y
desarrollarse
normalmente, sin
ninguna actitud
coercitiva y sin
ninguna especie
de privilegio.
Resta, por fin,
considerar que
las
desigualdades
sociales son lo
más elevado
testimonio de la
realidad de la
reencarnación,
mediante la cual
cada Espíritu
tiene su
posición
definida de
regeneración y
rescate.
Pobreza,
miseria,
guerras,
ignorancia y
tantas otras
calamidades
colectivas no
pasan de
enfermedades del
organismo
social, en razón
de la situación
de prueba de la
casi generalidad
de sus miembros.
Cesada la causa
patogénica con
la iluminación
espiritual de
todos, la
molestia
colectiva
estará,
obviamente,
eliminada de los
ambientes
humanos,
permaneciendo
tan solamente en
nuestro globo la
desigualdad del
mérito, lo que
nos lleva a
recordar la
célebre lección
de Jesús según
la cual a cada
uno será dado de
acuerdo con su
merecimiento.
|