
Claudia Gelernter
|
Espíritas,
necesitamos
hablar sobre la
muerte
1ª Parte |
”¡Oh, Maestro!
Haz que yo
busque más
consolar que
ser consolado;
comprender que
ser comprendido;
amar que ser
amado...
pues es dando
que se recibe;
es perdonando
que se es
perdonado…
y es muriendo
que se vive para
la vida eterna!”
(Un extracto de
la Oración por
la Paz.)
Diálogo común de
lo cotidiano,
los días
actuales: Una
hija y su madre
están en la
cocina,
sentadas,
comiendo un
delicioso pedazo
de tarta, con
leche y café. La
niña,
demostrando
cierta angustia,
comenta: “Mamá,
tengo miedo de
morir”. Con
ojos abiertos y
el corazón
desajustado, la
madre golpea
tres veces en la
madera de la
mesa y afirma,
con voz firme:
“¡Imagina, niña!
¡Vuelve esa boca
para allá! Tú
tienes una vida
entera por
delante, no va a
pasar nada de
malo contigo!”.
La hija se calla
y aprende, con
esta actitud,
tres conceptos:
1. El asunto
muerte debe ser
evitado.
2. La muerte es
algo distante,
sólo ocurre con
los de lejos o
cuando estamos
bien viejitos.
3. Ciertos
rituales, como,
por ejemplo,
golpear tres
veces en la
mesa, puede
ayudar a alejar
la muerte de
nuestras vidas.
O sea, la niña
acabó de
aprender tres
mentiras que
posiblemente irá
a difundir para
las próximas
generaciones.
Ahora imaginemos
que la prima de
la niña de
nuestra historia
vino a
desencarnar días
después de la
escena descrita
arriba.
Entonces,
bastante
afligida con
aquella
situación
inusitada, la
niña, llorando,
pregunta: “¿Para
dónde fue mi
prima?” Y
la madre,
ansiosa,
responde: “¡No
estés triste,
querida... no
llores!
Ella está
bien... ella se
hizo una
estrellita y
estará para
siempre
brillando en el
cielo. Por la
noche, iremos
hasta la ventana
y podremos
verla”. En
este momento la
niña aprendió
dos nuevos
conceptos:
1. No debemos
expresar nuestra
tristeza por
causa de la
muerte de
alguien.
2. Quién muere
se vuelve
estrella, queda
inmóvil y brilla
por la noche.
Nada de juegos,
ni tarta de
chocolate, ni
abrazos de la
madre. Se acabó
todo. Sobró sólo
el brillo en la
noche oscura...
Philippe Ariès,
historiador
francés,
especialista de
la era medieval
en el occidente
nos cuenta que,
en el pasado, la
muerte era un
evento público y
social. Por lo
tanto, formaba
parte de la vida
de todos, de lo
cotidiano,
siendo algo a
ser pensado,
reflexionado,
elaborado. En
aquella época
los hombres que
perecían debido
a enfermedades o
aún por la
guerra, conocían
la trayectoria
de la propia
muerte - el
ultimo suspiro
era aguardado en
el lecho, en un
evento
previamente
organizado por
el propio
moribundo. La
familia
participaba
activamente del
proceso de morir
de su familiar;
los rituales
eran cumplidos
con
manifestaciones
de tristeza y
dolor, inclusive
por los niños.
El moribundo
tenía derecho de
morir entre las
personas más
significativas,
era asistido, y
tenía, por lo
tanto, lo que
llamamos una
‘muerte digna’,
pudiendo cerrar
ciclos, hablar
de sus anhelos,
de sus deseos –
si hubiera
tiempo para eso.
En la era
medieval, lo
terrible era la
muerte
repentina, pues
en esta
situación se
hacía difícil,
si no imposible,
los homenajes (Paiva,
2011). Vivíamos
una intensa y
profunda
representación
de la muerte sin
culpa – la
muerte era
domesticada,
familiar, casi
organizada.
Amigos y
parientes del
muerto se
reunían para
asistirlo en su
última hora – “durante
siglos la muerte
era un
espectáculo
público que
nadie pensaría
en esquivarse”
(Ariès, 2003,
p.22).
Hablar sobre la
muerte, hoy en
día, es algo
temeroso,
anticuado
Las personas
reconocían la
muerte de sí
mismo. Sin
embargo, eso se
transformó. Del
final del siglo
XVIII en delante
la muerte pasó a
ser la ‘muerte
del otro’. Pasó
a ser vista como
una violación,
una ruptura, un
fracaso, un
impedimento y,
en la
imposibilidad de
impedirla,
decidimos
silenciarla.
Pasamos a
ponerla fuera de
nuestra vida,
algo a ser
escondido,
camuflado.
Siendo así,
hablar sobre la
muerte, hoy día,
es algo feo,
temeroso,
anticuado. Por
otro lado,
existe una
liviandad de la
muerte. Los
niños reciben
juegos donde
matan a personas
y con eso,
paradójicamente,
ganan más vidas.
En la TV los
documentales
muestran varios
tipos de
muertes, todas
con apelo al
espectáculo, en
un desfilar de
desesperaciones
ajenas.
¿Por qué será
que eso ocurrió?
¿En que momento
pasamos a
esconder y a
negar la muerte
próxima a
nosotros y la
banalizamos en
el contexto
social? ¿Cuándo
fue que
decidimos que
sería mejor
hospitalizar al
enfermo para que
él muriera lejos
de casa y, en la
mayor parte
de las veces,
con sólo un
acompañante al
lado del lecho,
mientras nos
perdemos,
asustados, con
imágenes en las
TVs y en los
periódicos? ¿Por
qué tenemos
tanto miedo de
hablar sobre lo
inevitable,
dejando de
reflexionar
sobre tantas
posibilidades?
Para comprender
mejor la
actualidad,
necesitamos
volver un poco
nuestros ojos al
pasado. En el
siglo XIX,
después del
advenimiento del
iluminismo, con
sus ideas
innovadoras,
surge un
movimiento
bautizado como
positivismo,
idealizado por
el sociólogo
francés Auguste
Comte. Estos
nuevos tiempos,
la única forma
aceptable de
conocimiento
eran los nacidos
a partir de las
ciencias dicha
‘naturales’, a
través de las
observaciones
empíricas.
Inició para el
mundo la era del
intelecto, en
contraposición a
las reglas
teológicas de la
era medieval.
Sólo a través
del
uso de la razón
el hombre podría
aproximarse a la
verdad. No
existiría, según
esta nueva forma
de pensar, otro
medio para eso.
Entonces, basado
en las ciencias
médicas, donde
el bueno era el
limpio, el
higiénico, el
puro, el
saludable, se
inició un
movimiento de
higiene social,
donde la muerte
se hace incapaz
por denunciar un
fracaso de la
ciencia, de lo
bueno, de lo
saludable. La
muerte pasa a
ser vista como
un error, un
disturbio, algo
sucio que debe
ser escondido.
En el siglo XX,
la
hospitalización
de las
enfermedades
terminales y la
distanásia¹ se
hicieron
prácticas
comunes. Y así
es.
Hoy, continuamos
evitando hablar
de la muerte,
con miedo de que
ella venga y nos
lleve. Tenemos
recelo de sentir
la angustia de
nuestra propia
finitud,
entonces
decidimos que no
tenemos que
comentar sobre
eso.
Y, entre los
espíritas, ¿cómo
es hablar sobre
la muerte? Para
nosotros, la
muerte sólo
habla respecto
al cuerpo, pero,
aún así, aún
sabiendo de esta
bendición que es
la vida después
de la vida,
muchos espíritas
continúan
respondiendo las
preguntas
relativas a la
muerte de manera
parecida a la
madre de nuestra
historia: “¡Creo!
¡Vuelve esta
boca para allá!”.
Pocos aceptan
esta posibilidad
con
tranquilidad,
acatando que
esta es una
realidad
inevitable y que
es preciso
reflexionar
sobre ella.
Pocos responden:
“Puede ser
que tengamos que
partir aún hoy,
realmente,
entonces es
mejor nos
organicemos
todos los días
para eso”.
Es urgente
llevar el tema
muerte para las
escuelas
Otro aspecto a
ser destacado es
la percepción de
la falta de
preparación que
los
profesionales de
la salud, de un
modo general,
presentan para
lidiar con el
fenómeno de la
muerte2.
Durante el
periodo de su
master, la Dra.
Lucélia Paiva,
psicóloga con
actuación
clínica,
hospitalaria y
educacional,
se encontró
con esta
realidad. Los
profesionales
relataron su
falta de
preparación en
las cuestiones
de la muerte, lo
que generaba
gran angustia –
y lo peor – una
angustia negada,
no hablada, no
compartida y,
por lo tanto, no
elaborada. La
defensa de estos
profesionales
muchas veces es
el
aislamiento, una
distancia
psíquica, con la
finalidad del
blindaje
emocional – lo
que los
‘protege’ de las
pérdidas,
haciéndolos, en
contrapartida,
poco
humanizados. “La
exclusión de las
emociones, a
veces, es
transformada por
medio de la
racionalización,
en una técnica
científica,
aparentemente
necesaria al
buen desempeño
del trabajo.
Estamos hablando
de la pretendida
“neutralidad”,
la cual
justifica la
falta de
relación con el
paciente,
protegiendo al
profesional del
sufrimiento
frente a la
muerte del otro.
Sin embargo,
este fenómeno
también lo aleja
de la vida y de
la conciencia de
su mortalidad.”
(Quintana,
2009). Fue por
este motivo que
en su tesis de
doctorado, la
Dra. Lucélia
lanzó un nuevo
mirar sobre
estas
cuestiones,
indicando la
urgencia de
llevar el tema
muerte para las
escuelas,
entendiendo que
ya de niños
necesitamos
tener contacto
con esta
realidad, de
acuerdo con
nuestra franja
etária, en un
lenguaje
específico,
dentro de un
contexto donde
el niño pueda
exponer sus
dudas, sus
angustias y
anhelos,
recibiendo, en
contrapartida,
las
informaciones
que necesita, el
acogimiento para
seguir adelante,
más fortalecido
para dar cuenta,
a lo largo de su
vida, de las
tantas
situaciones de
pérdida que
ciertamente
ocurrirán.
Provistos de
estas
herramientas,
podrán, en el
debido momento,
escoger sus
profesiones de
tal
forma que,
conocedores de
los desafíos
asociados, estas
no sean fuente
de enorme
angustia, al
tiempo que su
actuación en el
mundo pueda ser
más eficaz, más
completa, más
humana.
¿Pero cómo
podemos hablar
sobre la muerte
con niños, si
este tema nos
causa tanto
dolor, tanto
sufrimiento? ¿De
qué forma
podemos pasar
conceptos,
permitiendo
reflexiones, con
tanta ansiedad
asociada?
La Dra. Lucélia
Paiva propone,
en su libro
El Arte de
Hablar de la
Muerte Para
Niños, que
utilicemos la
literatura
infantil para
abordar este
tema. Citando
Torres (1999),
afirma que “para
hablar de muerte
con los niños,
es importante
que se utilice
un lenguaje
simple y directo
con ellos, así
como una
información real
acerca de la
muerte, pues
ellos tienen una
comprensión
literal del
lenguaje”.
Y completa:
“(...) Las
historias
estimulan la
imaginación y
ayudan al niño a
trabajar con
cosas con las
cuales no
consigue lidiar.
Ella pone sus
propias
emociones en la
historia”. (Paiva,
2011). Nosotros,
espíritas,
tenemos
condiciones de
ayudarlos a
lidiar con estas
cuestiones,
desde bien
pronto,
utilizando los
recursos
literarios, del
acogimiento, de
la escucha
comprensiva,
aliados al
conocimiento
adquirido con la
Doctrina que
abrazamos.
Según Jesús,
aquellos que se
apegan a la vida
la perderán
Herculano Pires,
el filósofo
espírita, en su
obra
Educación para
la Muerte,
muestra como el
ser humano debe
ser educado, no
sólo para esta
vida, sino
también
preparándose, a
través de su
perfeccionamiento
intelectual y
moral, para las
próximas
existencias,
dentro del largo
proceso
evolutivo. Luego
en la
introducción de
la obra leemos
que “para los
materialistas,
el título
‘Educación para
la Muerte’
significa
‘Educación para
la Nada’. Para
aquel, sin
embargo, que
entrevé la
inmortalidad del
alma, ese título
se hace
grandioso, pues
él comprende que
la
muerte nada más
es que el
término de una
experiencia
material y el
retorno a la
vida libre del
Espíritu”. Más
adelante, en el
primer párrafo
del primer
capítulo, el
autor deja claro
el objetivo de
sus escritos: “Voy
a acostarme para
dormir.
Pero puedo morir
durante el
sueño. Estoy
bien, no tengo
ningún motivo
especial para
pensar en la
muerte en este
momento. Ni para
desearla. Pero
la muerte no es
una opción, ni
una posibilidad.
Es una certeza.
Cuando el Jurado
de Atenas
condenó a
Sócrates a la
muerte en vez de
darle un premio,
su mujer corrió
afligida para la
prisión,
gritándole:
“Sócrates, los
jueces te
condenaron a la
muerte”. El
filósofo
respondió
tranquilamente:
“Ellos también
ya están
condenados”. La
mujer insistió
en su
desesperación:
“¡Pero es una
sentencia
injusta!”. Y él
preguntó:
“¿Preferías que
fuera justa?”.
La serenidad de
Sócrates era el
producto de un
proceso
educacional: la
Educación para
la Muerte. Es
curioso notar
que en nuestro
tiempo sólo
cuidamos de la
Educación para
la Vida.
Nos olvidamos de
que vivimos para
morir. La muerte
es nuestro fin
inevitable.
No
obstante,
llegamos
generalmente a
ella sin la
menor
preparación”.
(Pires, 1996).
La educación
para la muerte
sería, por lo
tanto, un “proceso
educacional que
tiende a ajustar
educándolos a la
realidad de la
Vida, que no
consiste sólo en
el vivir, sino
también en el
existir y en el
trascender”.
(Pires, 1996).
Nada tiene que
ver con saber de
qué forma
conquistar el
espacio en el
cielo. Tampoco
se trata de
prepararse sólo
para el último
momento, sino,
conocedores de
nuestra finitud,
reflejar sobre
la vida que
queremos llevar,
lo que
necesitamos
hacer, dónde y
de qué forma
deseamos ir...
Eso todo es,
fundamentalmente,
una educación
para la muerte
que se traduce
en la forma de
ser en el mundo,
en educación
para la vida. y
más: para la
vida más allá de
esta vida, y así
por delante.
Por eso Jesús
enseñó que
aquellos que se
apegan a la
propia vida la
perderán, y los
que la pierden,
en verdad, la
ganarán.
(Marcos, 8:35).
Sólo cuando nos
damos cuenta de
que
necesitaremos
dejar la vida y
que necesitamos,
en el ahora,
trabajar por
nuestra
trascendencia,
es que tendremos
‘vida en
abundancia’, o
sea, la
verdadera vida,
la vida del
Espíritu –
nuestra
verdadera
existencia.
Las muchas
muertes en una
vida
Hasta aquí
discutimos,
aunque
superficialmente,
la necesidad de
hablar sobre la
muerte física –
el in extremis
vitae. Sin
embargo,
nosotros, seres
humanos, somos
impulsados para
la evolución a
través de mil y
una muertes en
sólo una
existencia, en
un desfilar de
ciclos, de
procesos que se
inician y se
acaban,
volviéndonos más
experimentados,
más maduros, de
acuerdo con una
forma de
enfrentamiento
delante de tales
finalizaciones.
En el momento de
la concepción,
aunque muchos
señalicen que
allí se inicia
una nueva vida,
podemos afirmar
que,
concomitantemente,
ocurrió una
muerte – el
final de una
fase para el
Espíritu
inmortal, donde
él tiene que
abrirse a su
verdadera casa
para adentrar en
las
densas garras
del mundo
físico,
perdiendo su
lucidez
espiritual para
pasar a actuar
dentro de brumas
espesas,
disminuyendo
sobremanera su
percepción de
una realidad
mayor. En muchos
casos sólo el
olvido del
pasado permite
un realinear
menos traumático
para el
reencarnante.
(Este artigo
será concluído
na próxima
edição desta
revista.)
|