A pesar de todo lo que
su madre le enseñaba en
casa y lo que aprendía
en la escuela, Juliano,
de doce años, era un
chico que no tenía
control de sus
emociones.
Como él no admitiera ser
contrariado, cualquier
cosa se volvía en un
gran problema para el
niño. Su voluntad tenía
que ser obedecida y sus
deseos satisfechos
rápidamente.
Cuando eso no ocurría,
Juliano se llenaba de
cólera, la sangre le
subía a la cabeza y él
se ponía a gritar,
tirando en la pared, o
donde fuera, lo que
tenía en las manos.
Así, su cuarto vivía con
trastos, pues él tiraba
libros, juguetes, silla,
lámpara, contra la
pared. Rompía espejos,
ventanas y todo lo que
le cayera en las manos.
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Cuando la madre oía el
ruido, ya sabía que algo
había ocurrido para
dejar al hijo furioso, y
corría para el cuarto
intentando
tranquilizarlo y
resolviendo el problema,
que podía ser una ropa
que él quería vestir, un
juguete que no hubiese
encontrado, un trabajo
de escuela, u otra
dificultad cualquiera.
Ese día, la madre estaba
en la sala cuando oyó
los gritos del niño. Con
vergüenza de los
vecinos, que no podrían
dejar de escuchar aquel
ruido, ella corrió hasta
el cuarto de él.
— ¡Calma, hijo mío! ¿Qué
pasó? — preguntó.
— ¡Es esa porquería de
juguete que no quiere
funcionar!
Y Juliano cogió el
juguete, un cochecito de
carreras con control
remoto que había
recibido de regalo en
Navidad y que ahora
estaba roto y estalló en
la pared, lleno de
rabia.
¡La madre se estremeció!
¡Era un juguete caro, y
ahora hasta la pista de
carreras estaba rota!
En ese momento, apareció
en la puerta una carita
asustada. Era Diana, una
chica de su edad, muy
simpática, que se había
cambiado para la casa de
al lado y se hicieron
amigos. Al oír el ruido,
preocupada, ella vino
para saber qué estaba
ocurriendo.
Al ver a la niña en el
marco de la puerta, con
los ojos abiertos y
expresión de miedo,
Juliano intentó
contenerse, respirando
hondo.
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— ¡Hola, Juliano!
Disculpa haber entrando
así sin llamar, pero oí
el ruido y creí que algo
muy serio estaba
ocurriendo contigo. ¿Puedo
ayudar?
Al oír su voz tierna y
mansa, él se serenó un
poco. Cogió el juguete
que había acabado de
tirar contra la pared, y
explicó:
— ¡Es este mi coche
nuevo! ¡Acabé de recibir
de
|
regalo y él no
funciona! ¡¿Tú
te crees?!... |
La niña miró para el
juguete, ahora todo
roto, que él tenía en la
mano y preguntó:
— ¿Y ahora, tú crees que
él va a funcionar?
Juliano bajó la cabeza,
avergonzado, y Diana
continuó:
— ¡Es una pena,
realmente! Debe haber
costado muy caro. ¡En
este caso, como el
juguete es nuevo,
bastaría haber buscado
la tienda que lo vendió
y ellos resolverían la
cuestión! Sabes,
Juliano, aprendí con mis
padres que, cuando
queremos alguna cosa, no
sirve perder el control.
Sólo con calma
conseguimos resolver
nuestros problemas.
El chico intentó
justificarse:
— ¡Es que no consigo
controlarme, Diana! Yo
soy así, mi cuerpo es
así, ¿entiendes? La
sangre me sube a la
cabeza y, cuando me doy
cuenta, ya lo hice.
— ¡Pero no es tu cuerpo
que es culpable, pues él
sólo obedece a la
órdenes del espíritu!
¿Tú culparías a un
caballo mal dirigido,
que obedece a la órdenes
del jinete, por los
estragos que causa? ¡Así
también es nuestro
cuerpo! Aprendí eso en
un texto del Evangelio.
Pero… ¿tú ya conseguiste
resolver algo de esa
manera?
— No. ¡Nunca! Sólo
pierdo lo que tengo —
reconoció el niño, lleno
de vergüenza.
La chica miró alrededor,
apenada. El cuarto
parecía haber sido
barrido por un vendaval
que había dejado todo
roto.
— ¿Y ahora? ¿Qué vas a
hacer con esa suciedad?
— preguntó ella.
— ¡Ah! Va para la
basura. ¡Después, mis
padres lo compran todo
de nuevo!
La niña quedó pensativa
por algunos segundos,
después murmuró:
— Creo que el problema
es ese. Si ocurriera
conmigo, es decir, si yo
rompiera todo en mi
cuarto, mis padres no
tendrían cómo reponer lo
que rompí, dándome cosas
nuevas.
Así, busco conservar lo
que tengo con mucho
cuidado.
Oyendo las palabras
ponderadas de la niña,
la madre de Juliano
también estaba
avergonzada. Comprendió
que había educado mal a
su hijo y si hoy él era
así, es porque nunca
hubo aprendido a tener
disciplina.
Juliano se prometió a sí
mismo que nunca más
actuaría de aquella
forma, y preguntó a su
amiga:
— ¿Será que yo
conseguiré cambiar,
Diana?
— ¡Claro que lo
consigues! ¡Basta usar
la voluntad!
— ¡Entonces, voy a
intentarlo!
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, em
Rolândia-PR, em
26/12/2011.)
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