Continuamos con el
Estudio Metódico del
Pentateuco Kardeciano,
que focalizará las cinco
principales obras de la
Doctrina Espírita, en el
orden en que fueron
inicialmente publicadas
por Allan Kardec, el
Codificador del
Espiritismo.
Las
respuestas a las
preguntas presentadas,
fundamentadas en la 76ª
edición publicada por la
FEB, basadas en la
traducción de Guillon
Ribeiro, se encuentran
al final del texto.
Preguntas para debatir
A. ¿De
dónde le viene al hombre
el miedo a la muerte?
B. ¿Dónde
nace el disgusto por la
vida que, sin motivos
aceptables, se apodera
de ciertas personas?
C.
Sabemos que el hombre no
tiene el derecho de
disponer de su vida:
sólo a Dios le asiste
ese derecho. ¿Cuáles son
entonces, en general,
las consecuencias del
suicidio en relación al
estado de Espíritu?
D. ¿Cuál
es el sentimiento que
domina a la mayoría de
las personas en el
momento de la muerte: la
duda, el temor, o la
esperanza?
E.
¿Existe el llamado
juicio final?
Texto para la lectura
569. El
Espíritu es sensible al
recuerdo y a la
nostalgia de aquellos a
quienes amó en la
Tierra, pero un dolor
incesante e irrazonable
le afecta
desconsoladamente,
porque ve en ese dolor
excesivo una falta de fe
en el porvenir y de
confianza en Dios, lo
que será un obstáculo al
adelantamiento de los
que lo lloran y, tal
vez, a su reunión con
éstos. (L.E.,
936)
570. Las
decepciones que se
originan en la
ingratitud son una
fuente de amarguras,
pero debéis tan sólo
sentir lástima por los
ingratos y los infieles
porque serán mucho más
infelices que vosotros.
La ingratitud es hija
del egoísmo, y el
egoísta se encontrará
más tarde con corazones
insensibles, como él
mismo lo fue. Recordad a
todos a los que han
hecho más bien que
vosotros y tuvieron por
pago la ingratitud.
Recordad que el mismo
Jesús fue injuriado y
despreciado cuando
estuvo en el mundo. Sea
el bien que hubiereis
hecho vuestra recompensa
en la Tierra, y no
prestéis atención a lo
que digan los que
recibieron vuestros
beneficios. La
ingratitud es una prueba
para vuestra
perseverancia en la
práctica del bien; os
será tomada en cuenta, y
los que fueron ingratos
serán tanto más
castigados cuanto mayor
haya sido su ingratitud.
(L.E., 937)
571. Es
un error endurecer el
corazón debido a las
decepciones causadas por
la ingratitud, porque el
hombre de corazón se
siente siempre feliz por
el bien que hace y sabe
que si ese bien fuera
olvidado en esta vida,
será recordado en la
otra, y que el ingrato
se avergonzará y tendrá
remordimiento por su
ingratitud. (L.E., 938)
572.
Sentid lástima por
aquellos que tienen con
vosotros un
procedimiento que no
hayáis merecido, porque
muy triste se les
presentará el reverso de
la medalla. Pero no os
aflijáis por eso: será
el medio de colocaros
por encima de ellos.
(L.E., 938-a)
573.
¿Cómo puede el afecto
que une a dos seres
convertirse en antipatía
y hasta en odio? Eso
constituye un castigo,
aunque es pasajero.
Además, ¡cuántos hay que
creen amar perdidamente,
porque sólo juzgan por
las apariencias, y
cuando son obligados a
vivir con las personas
amadas no tardan en
reconocer que
experimentaron sólo un
encantamiento material!
No basta a una persona
estar enamorada de otra
que le agrade y suponer
en ella bellas
cualidades. Sólo
viviendo realmente con
ella podréis apreciarla.
(L.E., 939)
574. Hay
dos clases de afecto: el
del cuerpo y el del
alma, y sucede con
frecuencia que se
confunde a uno con el
otro. Cuando es puro y
simpático, el afecto del
alma es duradero; el del
cuerpo es efímero. De
allí viene que, muchas
veces, los que creían
amarse con amor eterno
pasan a odiarse cuando
la ilusión se desvanece.
(L.E., 939)
575. La
falta de simpatía entre
los seres destinados a
vivir juntos constituye
una fuente de amargos
sinsabores. Pero esa es
una de las desdichas de
las que sois, la mayoría
de las veces, la causa
principal.
(L.E., 940)
576. No
siempre el suicidio es
voluntario: el loco que
se mata no sabe lo que
hace.
(L.E.,
944-a)
577.
¡Pobres Espíritus que no
tienen el valor para
soportar las miserias de
la existencia! Dios
ayuda a los que sufren,
no a los que carecen de
energía y valor. Las
tribulaciones de la vida
son pruebas o
expiaciones. Dichosos
los que las soportan sin
murmurar, porque serán
recompensados.
(L.E., 946)
578. ¡Ay
de los que hayan
conducido al desdichado
al suicidio! Responderán
como de un asesinato.
(L.E., 946-a)
579. Es
un suicidio dejarse
morir de hambre, cuando
se está luchando contra
la mayor miseria, pero
los que fueron su causa
o hubieran podido
impedirlo, son más
culpables que él, a
quien la indulgencia
espera. Sin embargo, no
penséis que sea absuelto
totalmente, si le
faltaron firmeza y
perseverancia y si no
usó toda su inteligencia
para salir del
atolladero. ¡Ay de él,
sobre todo si su
desesperación nace del
orgullo! (L.E., 947)
580. ¡Hay
personas que prefieren
morir de hambre a
renunciar a lo que
llaman su posición
social! Sin embargo,
habrá mil veces más
grandeza y dignidad en
luchar contra la
adversidad que en
sucumbir ante ella en
nombre del orgullo.
(L.E., 947)
581. El
suicidio no borra la
falta. El hombre que se
mata para escapar a la
vergüenza de una mala
acción, en vez de una
comete dos faltas.
Cuando se tiene valor
para practicar el mal,
es necesario tenerlo
para sufrir las
consecuencias. Dios, que
es quien juzga, puede
atenuar los rigores de
su justicia según la
causa. (L.E., 948)
582.
Aquél que se suicida
para evitar que la
vergüenza caiga sobre
los hijos o sobre la
familia, no procede
bien. Pero como piensa
que lo hace, Dios le
toma eso en cuenta
porque es una expiación
que él se impone a sí
mismo. La intención
disminuye la falta, pero
no por eso deja de haber
falta. (L.E., 949)
583. ¡Se
engaña aquél que se mata
con la esperanza de
llegar más pronto a una
vida mejor! Que haga el
bien y estará más seguro
de llegar allá, porque
matándose retrasa su
entrada en un mundo
mejor, y tendrá que
pedir que le permitan
volver para concluir la
vida a la que puso fin
bajo la influencia de
una idea falsa. Una
falta, sea cual fuere,
jamás abre a nadie el
santuario de los
elegidos.
(L.E.,
950)
584. El
sacrificio de la vida,
para salvar la de otros
o ser útil a sus
semejantes, es sublime y
–si esa fuera realmente
la intención – no
constituye un suicidio.
Pero si el sacrificio
está manchado por el
orgullo, Dios no puede
verlo con agrado. Sólo
el desinterés vuelve
meritorio el sacrificio
y, a veces, quien lo
hace oculta un
pensamiento que le
disminuye su valor a los
ojos de Dios. (L.E.,
951)
585. El
hombre que muere víctima
de sus pasiones, que
sabía que apresurarían
su fin pero a las cuales
no podía resistir por
constituir un hábito
arraigado, comete un
suicidio moral. En ese
caso, es doblemente
culpable, porque hay en
él falta de valor y
bestialidad, además del
olvido de Dios. (L.E.,
952)
586. Ése
es más culpable que el
que se quita la vida por
desesperación, porque
tiene tiempo de
reflexionar sobre su
suicidio. En aquél que
lo comete
instantáneamente, hay
muchas veces una especie
de delirio, que algo
tiene de locura. (L.E.,
952-a)
587. Es
siempre culpable aquél
que no espera el término
que Dios le marcó a su
existencia, aunque
abrevie sus sufrimientos
en algunos instantes.
¿Quién podrá estar
seguro de que, a pesar
de las apariencias, ese
final haya llegado?
(L.E., 953)
588.
Aunque la muerte parezca
inevitable y que la vida
es acortada sólo algunos
instantes, el suicidio
es siempre una falta de
resignación y de
sumisión a la voluntad
del Creador. (L.E.,
953-a)
589. Las
consecuencias de tal
acto serán una expiación
proporcionada a la
gravedad de la falta,
como siempre, según las
circunstancias. (L.E.,
953-b)
590. No
existe culpa, si no hay
intención o conciencia
perfecta de la práctica
del mal. (L.E., 954)
591.
Aquellos que se matan
con la esperanza de
encontrar a las personas
queridas que la muerte
corporal se llevó,
obtienen un resultado
muy diferente al que
esperan. En vez de
reunirse con los que
eran objeto de sus
afectos, se alejan de
ellos por un largo
tiempo, porque Dios no
puede recompensar un
acto de cobardía y el
insulto que le hacen al
dudar de su providencia.
Los que de esa manera se
suicidan, pagarán ese
instante de locura con
aflicciones mayores que
las que pensaron
abreviar, y no tendrán
para compensarlas la
satisfacción que
esperaban.
(L.E.,
956)
592. El
hombre tiene
instintivamente horror a
la nada, porque la nada
no existe. (L.E., 958)
593. El
sentimiento instintivo
de la vida futura se
explica así: antes de
encarnar, el Espíritu
conocía todas esas cosas
y conserva un vago
recuerdo de lo que sabe
o de lo que vio en el
estado espiritual.
(L.E.,
959)
594. La
creencia de la
existencia de penas y
recompensas venideras,
que encontramos en todos
los pueblos, resultan
del presentimiento de la
realidad dado al hombre
por el Espíritu en él
encarnado. No es en vano
que una voz interior nos
habla. Nuestro error
consiste en que no le
prestamos suficiente
atención, porque nos
haríamos mejores si
pensáramos mucho en eso,
y muchas veces. (L.E.,
960)
595. El
número de escépticos es
mucho menor de lo que se
cree. Muchos fingen ser
espíritus fuertes
durante la vida sólo por
orgullo. Sin embargo, en
el momento de la muerte
dejan de ser tan
fanfarrones.
(L.E., 962)
596. Nos
dicen la razón y la
justicia que en el
reparto de la felicidad,
a la que todos aspiran,
no pueden estar
mezclados los buenos y
los malos. Dios no puede
querer que unos gocen
sin trabajo de los
bienes que otros sólo
alcanzan con esfuerzo y
perseverancia. (L.E.,
962, comentario de
Kardec.)
597. Dios
se ocupa de todos los
seres que creó, por muy
pequeños que sean. Nada
carece de valor para su
bondad. (L.E., 963)
598. Las
leyes de Dios rigen
nuestras acciones. Si
las violamos es nuestra
culpa. Cuando un hombre
comete cualquier exceso,
Dios no pronuncia un
juicio contra él. Él
trazó un límite: Las
enfermedades y muchas
veces la muerte, son la
consecuencia de los
excesos. He ahí el
castigo; es el resultado
de la infracción de la
ley. Así sucede en todo.
(L.E.,
964)
599.
Todas nuestras acciones
están sometidas a las
leyes de Dios. Ninguna
hay, por más
insignificante que nos
parezca, que no pueda
ser una violación de
aquellas leyes. Si
sufrimos las
consecuencias de esa
violación, debemos
quejarnos sólo de
nosotros mismos, porque
de esa manera nos
constituimos en los
autores de nuestra
felicidad o infelicidad
futura. (L.E., 964,
comentario de Kardec)
Respuestas a las
preguntas propuestas
A. ¿De
donde le viene al hombre
el miedo a la muerte?
El origen
del miedo a la muerte
viene, en primer lugar
de la enseñanza
impartida hace miles de
años por las religiones
tradicionales según la
cual, después de la
muerte corporal hay sólo
dos alternativas para el
individuo: el infierno o
el paraíso. Las personas
que creen en eso,
teniendo consciencia de
sus imperfecciones,
temen evidentemente el
fuego eterno que las
quemará, de manera
diferente de lo que
ocurre con el justo, a
quien la muerte no
inspira temor alguno,
porque con la fe tiene
la certeza del futuro y
la esperanza le hace
esperar una vida mejor
al final de la
existencia corporal. En
cuanto al materialista,
más cautivo a la vida
corporal que a la vida
espiritual, su felicidad
consiste generalmente en
la satisfacción fugaz de
todos sus deseos y, de
esta manera, la muerte
le asusta porque duda
del futuro y sabe que
tendrá que dejar en el
mundo sus afectos y
esperanzas. El hombre
moral que se colocó por
encima de las
necesidades ficticias
creadas por las
pasiones, experimenta ya
en este mundo goces que
el materialista
desconoce. La moderación
de sus deseos da a su
Espíritu calma y
serenidad. Dichoso por
el bien que hace, no hay
para él decepciones, y
las contrariedades le
deslizan sobre su alma
sin dejar ninguna huella
dolorosa, motivo por el
cual no existe razón
para temer lo que le
espera más allá de la
tumba.
(El Libro
de los Espíritus,
pregunta 941.)
B. ¿Dónde
nace el disgusto por la
vida que, sin motivos
aceptables, se apodera
de ciertas personas?
Ese
desagrado viene de la
ociosidad, de la falta
de fe y también de la
saciedad.
(Obra
citada, pregunta 943.)
C.
Sabemos que el hombre no
tiene el derecho de
disponer de su vida:
sólo a Dios le asiste
ese derecho. ¿Cuáles son
entonces, en general,
las consecuencias del
suicidio en relación al
estado de Espíritu?
Muy
diversas son las
consecuencias del
suicidio. No hay penas
determinadas y, en todos
los casos, corresponden
siempre a las causas que
lo produjeron. Sin
embargo, hay una
consecuencia a la que el
suicida no puede
escapar: es la
decepción. Pero la
suerte no es la misma
para todos; depende de
las circunstancias.
Algunos expían la falta
inmediatamente, otros en
una nueva existencia,
que será peor que
aquella cuyo curso
interrumpieron.
(Obra
citada, pregunta 957.
Ver también preguntas
944, 945, 946, 947, 948,
949, 950, 955 y 956.)
D. ¿Cuál
es el sentimiento que
domina a la mayoría de
las personas en el
momento de la muerte: la
duda, el temor, o la
esperanza?
La duda,
en los escépticos
empedernidos; el temor
en los culpables; la
esperanza en los hombres
de bien.
(Obra
citada, preguntas 961 y
981. Ver también
pregunta 941.)
E.
¿Existe el llamado
juicio final?
No. Dios
tiene sus leyes que
rigen todas nuestras
acciones. Si las
violamos, es nuestra
culpa. Indudablemente,
cuando un hombre comete
un exceso cualquiera,
Dios no pronuncia un
juicio contra él,
diciéndole por ejemplo:
“Fuiste glotón, voy a
castigarte”. Él trazó un
límite; las enfermedades
y muchas veces la muerte
son la consecuencia de
nuestros excesos. He ahí
el castigo: es el
resultado de la
infracción de la ley.
Así sucede en todo. Pero
el Creador es previsor,
pues nos advierte a cada
instante si estamos
haciendo el bien o el
mal, y nos envía a los
Espíritus para que nos
inspiren. Además de eso,
otorga siempre al hombre
recursos, concediéndole
nuevas existencias, para
reparar sus errores
pasados y, de ese modo,
volver al camino de la
rectitud moral.
(Obra
citada, preguntas 963 y
964.)
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