Roberto era un niño que
estaba siempre con
dificultades en la
escuela. A la hora de
hacer los deberes en
casa, era sólo protesta.
Quedaba enfadado,
lloraba, golpeaba el
pie, rompía la punta del
lápiz... y no hacía
nada.
Un día, en que el niño
estaba encontrando más
dificultades que de
costumbre, la madre se
aproximó a Roberto, que
lloraba haciendo el
mayor drama. Llena de
paciencia, ella le
preguntó qué estaba
pasando.
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El niño aprovechó para
llorar aún más,
protestando:
— ¡Yo no aguanto más,
mamá! ¡Todo el día es la
misma cosa! ¡Las tareas
son muy difíciles y no
consigo hacer!
¡No consigo aprender!...
— y se descargaba en
lágrimas.
Un día, en que el niño
estaba encontrando
dificultades
La madre, que conocía
bien al hijo, se sentó
cerca de él y explicó:
— Roberto, tu consigues
aprender sí. ¡Todos los
niños |
tienen
dificultades! Lo
que falta en ti
es un poco más
de voluntad y
paciencia para
resolver tus
problemas.
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— ¡Pero yo no lo
consigo, mamá! —
insistía él.
La señora pensó un poco,
lo cogió en el pecho, y
preguntó con voz mansa:
— Hijo mío, tu ya estás
en el segundo grado.
¿Cómo crees que llegaste
hasta aquí?
— ¡Porque yo pasé de
año! — respondió él, más
tranquilo.
— ¡Porque tu aprendiste,
Roberto! ¿Te acuerdas de
cuanta dificultad
encontraste para
conseguir leer y
escribir?
El niño sonrió más
animado al recordar el
pasado:
— ¡Pero ahora yo sé! ¡Y
también sé hacer
cuentas!
La madre sonrió y
prosiguió:
— ¡Y hay mucho más que
tú ya aprendiste! ¿Tú no
sabías coger el cordón
del tenis, no es?
— ¡Es verdad, mamá, pero
ahora yo sé! Sé también
andar con la bicicleta,
con patines, jugar al
fútbol, nadar... — él
recordó, admirado.
La madre concordó con
él, y fue a buscar un
libro en la estantería.
Abriendo en una
determinada página,
mostró al hijo una
interesante imagen que
presentaba la evolución
humana a través del
tiempo, completando la
explicación al afirmar
que siempre estamos
progresando.
— ¡Hijo mío, todo
progresa! Ves esta
imagen. Representa la
escala de la evolución
humana.
¿Son bien diferentes de
nosotros, no? ¡Pero
nosotros ya fuimos como
esos seres primitivos!
— ¡¿Quieres decir que yo
ya fui
|
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parecido a un
mono?!... — dijo
el niño mirando
la figura,
espantado. |
— ¡Sí, todos nosotros!
Porque nosotros somos
Espíritus, seres
inteligentes creados por
Dios para la evolución.
Por eso, renacemos
muchas veces,
evolucionando siempre.
La humanidad terrena
progresó bastante
materialmente a través
de descubrimientos
científicos,
tecnológicas, mejorando
las condiciones de vida
de la población, por
ejemplo. ¿Entendiste?
— ¡Ah!... Más o menos.
¿Como es así, mamá?
— Bien. Cuando tú
construiste una casa
para tu perrito con
tablas de una caja de
manzanas, estabas
inventando, creando algo
útil para alguien, ¿no
es?
— ¡Es verdad, mamá!
— Porque tu, Roberto,
tuviste que medir las
tablas, hacer cuentas,
colocar los clavos etc.
¡El papá ayudó, pero tu
construiste la casa!
El chico tenía los ojos
abiertos de espanto al
constatar su proeza. Y
la madre prosiguió:
— Sin embargo, no es
sólo eso. También
tenemos que progresar
moralmente, Roberto. El
Espíritu hace eso a
través de los
conocimientos que
adquiere, mejorando sus
sentimientos, su manera
de actuar. De ese modo,
progresan las personas,
las ciudades, los
países, los planetas. La
Tierra, nuestra casa
planetaria, ya progresó
bastante y está en una
época de transformación
para ser un mundo mejor.
— Entendí, mamá.
¡Quieres decir que,
cuando yo trato bien a
las personas, no peleo
en la escuela, divido mi
merienda con alguien que
está con hambre, estoy
actuando bien, haciendo
mi “tarea”!... ¿Cual es
el libro que trae esas
lecciones tan
importantes?
Con una sonrisa, la
madre completó:
— Ese libro es el
Evangelio de Jesús,
donde aprendemos la ley
del amor: como amar al
prójimo, no guardar
rencor, aprender a
perdonar y ayudar a
quién esté sufriendo o
en dificultad. ¿Entendiste?
— Sí, mamá. No voy a
protestar más para hacer
los deberes de la
escuela porque sé que
luego yo aprendo. ¡Y,
cuando no sepa, voy a
preguntar a la
profesora!
Roberto miró para el
cuaderno. Ahora con otra
disposición, cogió el
lápiz, intentando
entender las preguntas.
Descubrió que, con un
poco de buena voluntad,
no era difícil entender
las preguntas.
Concentrado, bajó la
cabeza y se puso a
responderlas.
Al verlo atento a la
tarea, la madrecita
salió sin que él lo
notara. Una hora
después, el niño
apareció en la cocina
levantando el cuaderno
en la mano como si fuera
un trofeo. Había en su
rostro una expresión
diferente de
contentamiento, una
sensación buena de
capacidad por haber
conseguido hacer todo
solo:
— ¡Mamá, yo lo
conseguí!... ¡Hice todo
bien!...
Llena de alegría, la
madre envolvió al hijo
en sus brazos,
agradecida a Dios por
ese momento.
— ¡Muy bien, hijo mío!
¡Si cada uno hace su
parte, con certeza
nuestro planeta será un
lugar mejor para vivir!
Roberto creció, sin
embargo a lo largo de su
vida nunca más encontró
dificultades para
resolver sus problemas,
porque había aprendido
que, con buena voluntad
y determinación, nada le
sería imposible. Y todo
lo que aprendía era
conquista que quedaría
no sólo para esta vida,
sino para siempre,
porque jamás sería
olvidada.
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, em
Rolândia-PR, em
7/11/2011.)
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