Hélio y Alan, compañeros
de clase, estaban
teniendo muchos
problemas en la escuela.
No se entendían y vivían
siempre discutiendo.
Acababan peleando y
quedando sin hablar por
muchos días. Después, el
malestar pasaba y ellos
hacían las paces. Luego,
sin embargo, se
incomprendían de nuevo y
el problema continuaba.
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Un día, la discusión fue
tan fea, que Alan perdió
el control, estaba muy
enfadado y, como
anduviera con un
tirachinas, amenazó:
— ¡Hélio me lo pagas!
¡Él va a ver sólo!
Y, cogiendo una piedra
pequeña en el suelo, la
tiró sobre el compañero.
Hélio sintió un golpe en
la cabeza e,
inmediatamente, llevó la
mano a la cabeza,
alcanzada por la piedra,
soltó un grito de dolor
y se puso a llorar:
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— ¡Ay! ¡Mía cabeza!...
Al ver el amigo con la
cabeza ensangrentada,
Alan se arrepintió. En
verdad, él no había
pensado que podría herir
al amigo. Al sentirse
herido, Hélio se quedó
con rabia y fue detrás
de él, dándole un
empujón.
Alan cayó de mala forma
y no consiguió
levantarse, también
gritando de dolor:
— Ay! ¡Mi pierna!...
Era hora del recreo y la
encargada, al ver la
pelea, fue
inmediatamente a llamar
a la profesora, que
preguntó a Alan lo que
había ocurrido.
— ¡Hélio me empujó,
profesora! — el niño
respondió llorando.
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— ¿Y dónde está el
Hélio?
— Él se fue, profesora,
pero anda con la cabeza
herida – informó una de
las alumnas, contando lo
que había ocurrido.
La profesora, muy
contrariada por el
comportamiento de los
dos alumnos, decidió:
— Después voy a tener
una conversación con
ellos. Ahora, es preciso
atender a Alan.
Ella se bajó y examinó
la pierna de Alan, que
continuaba en el suelo,
sin conseguir
levantarse. Decidió
llevarlo al hospital más
próximo para que fuera
examinado por un
médico.
Examinando al chico, el
médico constató que la
pierna había sufrido una
fractura y tendría que
ser enyesada. Así,
después de los cuidados
necesarios, Alan fue
llevado para su casa,
donde la madre, al verlo
enyesado, quedó muy
afligida
La profesora aclaró a la
madre, diciendo que
había sido un
desencuentro entre
compañeros, pero que
ella iba a tomar
cuidados. Dejando el
alumno en casa, la
profesora se fue,
después de entregar la
receta y transmitir las
recomendaciones del
médico.
Como Alan anduviera con
dolor, fue llevado para
el
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cuarto. Allí,
acostado en su
cama, Alan
permaneció
pensativo.
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Cariñosa, la madre le
trajo una comida que a
él le gustaba mucho, sin
embargo el niño no quiso
comer. Al día siguiente,
él continuaba del mismo
modo. Al verlo tan
callado y triste, la
madre preguntó:
— ¿Por qué está así,
hijo mío? ¡Eso no fue
nada, luego tu pierna va
a quedar buena de nuevo!
— Mamá, no estoy
consiguiendo hacer
oración.
La madre llegó cerca de
él y lo abrazó:
— ¿Quieres decirme lo
que está ocurriendo?
Y el chico, con
lágrimas, confesó:
— Mamá, yo no consigo
perdonarme. Fui yo que
comencé la pelea y,
andaba con tanta rabia
con Hélio que cogí mi
tirachinas y tiré una
piedra a él. ¡Al verlo
con la cabeza herida,
derramando sangre, me
arrepentí de lo que
había hecho, pero no
tenía cómo rectificar!
Y fue ahí que él te
empujó, que caíste y te
rompiste la pierna.
— Eso mismo.
La madre quedó pensativa
por algunos segundos,
después consideró:
— Sabes, hijo mío, tú no
consigues hacer oración
porque no te perdonas
por lo que le hiciste a
tu compañero. Jesús
enseña que, antes de
orar, es preciso hacer
las paces con aquel
hermano que tiene algo
contra nosotros. Porque
sólo así nuestra
conciencia quedará en
paz y conseguiremos
hacer una oración
verdadera.
Alan balanceó la cabeza,
concordando.
Al día siguiente, Alan
quiso ir a la escuela y
la madre lo llevó.
Entrando en la sala, los
compañeros y la
profesora quedaron
admirados por verlo
allí, con muletas. Muy
serio, Alan dije:
— Profesora, ¿puedo
decir algunas palabras?
— Claro, Alan.
Él pareció pensar un
poco, mientras pasaba
los ojos por todo el
grupo, después comenzó:
— Quiero pedir perdón a
Hélio por haberle tirado
una piedra a él y herido
su cabeza. Entiendo que
la reacción de él fue
una respuesta a mi
actitud. Hélio, ambos
podríamos habernos
causado mucho mal, por
eso te pido perdón por
mi actitud.
Quiero que seamos
amigos. Nada justifica
que estemos peleando por
cosas pequeñas, cuando
podemos conversar y
entendernos, pues una
agresión genera otra,
otra y otra más, y no
tendrá fin, a menos que
pongamos punto final a
las peleas, pasando a
ser amigos de verdad.
Quiero que seamos
amigos. Nada justifica
que estemos peleando.
Hélio, que oía
emocionado las palabras
de Alan, se levantó y
dijo:
— También tengo que
pedirte perdón, Alan.
¡Finalmente, tú estás
con muletas por mi
causa! Pero yo siempre
te quise bien, a pesar
de nuestras
desavenencias. Que todo
eso quede en el pasado.
Ambos intercambiaron un
abrazo sellando la
amistad que prometía ser
fuerte y duradera,
iniciando una nueva fase
de paz y entendimiento.
La clase entera
conmemoró, aliviada,
tocando las palmas de
alegría.
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, em
Rolândia-PR, em
16/4/2012.)
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