Dina era una linda perra
de ojos tiernos y
aterciopelado, pelo
suave y largas orejas.
Era muy alegre y le
gustaba jugar con los
niños.
Gustavo, su dueño,
cuando volvía de la
escuela, jugueteaba con
ella o la llevaba para
pasear. A él le gustaba
ver a Dina corriendo por
la calzada, con los
pelos castaños, dorados
por el sol, agitándose
al viento, y latiendo de
satisfacción. Pero Dina
creció y llegó la hora
de constituir también
una familia.
Gustavo estaba muy feliz
al saber que Dina estaba
esperando la venida de
los hijitos.
Cuando los hijitos
nacieron, fue una
alegría. Eran cinco en
total, pero uno de
ellos, muy flaquito, no
resistió y murió. Dina
quedó muy triste y lamía
con amor a los otros
hijitos, abrazándolos a
su cuerpo.
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Algunos días después,
apareció, en el patio de
la casa de Gustavo, un
gatito flaco y feo. Él
maullaba para dar pena.
Era recién nacido y
andaba con mucha hambre.
Gustavo lo enseñó a su
madre:
— ¡Mira, mamá, lo que
encontré! ¡Un gatito!
¿Estará perdido?
|
— No sé, hijo mío. Ve a
la vecindad si
encuentras a la madre de
él.
Gustavo buscó...
buscó... buscó, pero
nada encontró.
Preguntó a los vecinos,
al quiosquero de la
esquina, a las personas
que pasaban apresuradas
por la calle. Nadie
sabía dar noticias de la
madre del gatito.
Gustavo volvió para casa
radiante.
— ¿Mamá, puedo quedarme
con el gatito? ¡Él no
tiene familia! ¡Está
solo en el mundo.
¿Puedo?
La bondadosa señora
acarició al gatito,
llena de compasión,
diciendo:
— Claro, Gustavo. Sin
embargo, hijo mío, temo
que él no resista.
— ¿Por qué, mamá?
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— Porque es aún muy
pequeño y precisa de la
leche y del calor de la
madre. Podremos intentar
suplir esa falta, pero
no sé si lo
conseguiremos. ¡Pero
Dios nos va a ayudar!
Gustavo y su madre
comenzaron a dar leche
en el biberón para el
gatito y lo colocaron en
una caja de zapatos
forrada con un paño.
Pero a pesar de todos
los
|
cuidados, él
continuaba
flaquito y
tristón,
maullando de
pena.
Gustavo lo abrazó,
preocupado, viendo que,
allí cerca, los hijitos
de Dina estaban cada vez
más bonitos y gorditos. |
— Mamá, ¿Dina no podría
cuidar de mi gatito
huérfano? — preguntó el
niño cierto día.
— Difícil, hijo mío.
Perros y gatos son
enemigos naturales.
— ¡Aún así, voy a
intentar! — decidió el
chico.
Colocó al gatito cerca
de Dina, pero la perra
reaccionaba, ladrando
furiosa y obligando a
Gustavo a retirar el
animalito cerca de ella.
En aquella noche la
temperatura bajó.
Estaban en invierno y
Gustavo, desde su
cuarto, oía el viento
soplar fuera.
Acordándose del infeliz
gatito, se levantó y
|
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corrió para
verlo, creyendo
que él no había
resistido al
frío, pues no
oía ningún
maullido. |
Al llegar al lugar donde
acostumbraba dejar la
caja, no lo encontró. Se
puso a buscarlo,
apenado, con las
lágrimas saltándole de
los ojos. Pero — ¡Oh!
¡Sorpresa! — vio una
escena que quedaría
grabada para siempre en
su memoria: Dina,
durmiendo acogía a sus
hijitos, y el gatito
enroscado entre ellos,
tranquilo y satisfecho.
Una gratitud inmensa por
la mamá candelita surgió
en su corazón,
percibiendo la grandeza
de aquel animal que,
venciendo los instintos,
dejó que prevaleciera la
solidaridad y el amor,
ante alguien más
necesitado.
Hizo una plegaria
agradeciendo a Dios la
solución para su
problema, pensando que,
si todos los hombres
fueran como su perra
Dina, no habría
huérfanos y desamparados
en el mundo.
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A la mañana siguiente,
después de despertar,
llevó a la madre para
ver la bella escena.
Cuando llegaron al
patio, los cachorritos y
el gatito mamaban, y
Dina parecía toda
orgullosa de su prole.
Gustavo se volvió para
la madre y sugirió:
— ¿Mamá, vamos a adoptar
un bebé necesitado?
|
La señora miró al niño y
comprendió la intención.
Abrazó al hijo,
concordando:
— Sí, Gustavo. Tú tienes
toda la razón.
Finalmente, si Dina
puede, nosotros también
podemos, ¿no es así?
Tia Célia
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