Un pequeño chimpancé
saltaba de rama en rama
satisfecho de la vida.
De cuando en cuando
paraba, al encontrar
algo que pudiera comer.
Así, él se aparto mucho
de su familia, encantado
con todo lo que veía.
De repente, cayó una
gran tempestad que lo
hizo abrigarse en una
apertura en lo alto de
una roca a los márgenes
de un gran río.
Esperando que la lluvia
parase, él allí quedó
abrigado.
En un determinado
momento, el macaquito
percibió que la lluvia
había parado de caer,
pero que el gran río
crecía cada vez más,
siendo más violento y
rápido.
Observando el río, el
macaquito vio a una
avecita que había caído
en sus aguas y que se
debatía desesperada, sin
conseguir liberarse de
aquella prisión.
Lleno de piedad, el
pequeño chimpancé
descendió de la roca,
rápido, y fue siguiendo
la dirección del río,
preocupado con la
avecita.
En cierto lugar, él vio
que, más adelante, había
un árbol con una rama
que se inclinaba para el
río y saltó de rama en
rama más rápido,
adelantándose. Así,
cuando la pequeña ave,
arrastrada por las
aguas, se aproximó a
donde él estaba,
extendió las patas
delanteras y prendiendo
el rabo en la rama;
después, inclinándose
peligrosamente para el
agua, consiguió coger a
la avecita exhausta.
La llevó para un lugar
seguro y la acomodó
sobre la hierba. La
pequeña ave quedó allí
descansando de la
inmensa lucha que hubo
trabado con el río;
tenía el corazoncito
acelerado y temblaba de
frío. El macaquito la
cubrió de hojas secas
para calentarla, lleno
de cariño.
Después, él se acomodo a
su lado, cuidando de
ella, esperando que ella
despertarse
Horas después,
el macaquito vio
que la avecita
comenzó a
moverse. Con
alegría, quedó
observándola,
hasta que ella
abrió los
ojitos.
— ¡Hola! — dijo
él.
La avecita saltó
asustada al ver
al macaquito
allí tan cerca,
y se encogió de
miedo. |
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Él, sin embargo, la
tranquilizó:
— No te preocupes, yo
soy un amigo. ¡Fui yo
que te saqué de en medio
de las aguas y te traje
para aca!
En ese instante
la avecita se
acordó:
— ¡Ah!... ¡Es
verdad! ¡Yo caí
en las aguas del
río! — exclamó
ella,
acordándose de
lo que había
ocurrido.
Después explicó
a su amigo:
— Salí para
pasear y me
alejé de mi
familia. De
repente, comenzó
a caer una
lluvia muy
pesada que me
empujaba siempre
para bajo. ¡Así,
acabé cayendo en
las aguas y, por
más que
intentaba, no
conseguía salir!
El macaquito,
contento,
explico:
— ¡Pues sí! Pero
yo te vi en
medio del río y
percibí que tú
estabas en
dificultades.
Así, busqué una
manera de
ayudarte.
— ¡Gracias, mi
amigo! Si no
fuera por ti, yo
habría muerto.
— No necesitas
agradecerme. Mi
madre me enseñó
que tenemos que
ayudarnos unos a
los otros. Y fue
eso lo que yo
hice. Si yo
estuviera en tu
lugar, también
me gustaría que
alguien me
ayudara —
respondió el
macaquito.
— Tú eres muy
bueno. Pero, ¿y
ahora? ¿Cómo voy
a encontrar a mi
familia? — ella
preguntó.
— Bien. Ahora
tenemos que
subir el gran
río. Yo también
necesito
encontrar a mi
familia — dijo
el macaquito.
Así, ellos
fueron
rehaciendo el
camino de vuelta
y conversando.
La avecita por
el aire y el
macaquito por
las ramas de los
árboles.
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Después de algún
tiempo, la
avecita vio en
el cielo un
bando de aves
que se
aproximaba. Y,
reconociendo a
su familia, voló
para junto a
ella, contenta.
La mamá
pajarita, al ver
a la hija junto
al macaquito, se
extrañó, pero
ella explicó:
— Mamá, yo
caí en
el río
y él
me salvó.
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¡Es
mi amigo! |
La madre agradeció al
macaquito y contó:
— Mira, mi hijo,
viniendo para acá, vimos
un bando de monos. Debe
ser su familia, ¿no es?
— ¡Sí! Gracias por la
información. Que el
Señor las ayude en el
viaje de vuelta.
— Gracias, mi hijo. De
hoy en delante, somos
tus amigos. Jamás
olvidaré lo que hiciste
por mi hija. Que el
Señor te acompañe
también.
Así, luego el macaquito
encontró a su bando y
abrazó a la madre, muy
contento.
Le contó lo que había
ocurrido y ella dijo al
hijo, feliz por volverlo
a ver bien:
— Gracias a Dios, hijo.
Estaba preocupada
contigo, imaginando que
pudieras haber caído en
las garras de algún
animal peligroso. ¡Tú
sabes como la selva es
peligrosa! |
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Mirando para lo alto,
ella vio un bando de
aves que pasaban
gorjeando.
La madre mona saludo con
la mano, segura de que
era la familia de la
avecita que el hijo
había salvado.
— ¿Viste, mamá? Todos
somos hijos de Dios y
podemos ser amigos unos
de los otros, formando
una única y gran
familia.
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, em
22/7/2013.)
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