Gustavo y André volvían
de la escuela y, al
pasar por una plaza,
André vio algo bajo un
banco. Curioso, se bajó
y cogió el paquete:
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— ¡Mira, Gustavo!
Alguien lo perdió. Voy a
llevármelo para mí. ¡Yo
lo encontré y ahora él
es mío!
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Gustavo miró para el
paquete y alertó: |
— André, alguien debe
haberlo perdido y, con
seguridad, está
buscándolo.
El otro balanceó los
hombros y, ya sentándose
en el banco para ver lo
que contenía el paquete,
replicó:
— ¡¿Que me importa?! El
dueño que cuidara bien
de él. ¡Ahora
es mío!
André abrió la envoltura
y abrió desmesuradamente
los ojos, perplejo:
— ¡Mi Dios! ¡Es dinero,
Gustavo! ¡Mucho dinero!
¡Soy rico, rico!...
Gustavo se aproximó más
al amigo y consideró:
— Sin embargo ese dinero
no es tuyo, André.
¡Alguien lo perdió y
debe estar desesperado!
Vamos a buscar saber
quién estaba sentado
aquí en este banco. ¿Quién
sabe si alguien lo
conozca?
— ¡Nunca! ¡Yo hallé el
paquete y el dinero es
mío! — replicó André
decidido, apretando el
paquete deshecho en el
pecho.
— André, yo aprendí, con
Jesús, que no debemos
hacer a los otros lo que
no deseamos para
nosotros. ¡Piensa un
poco! Supón que este
dinero fuera tuyo y tú
lo hubieras perdido:
¿Quedarías contento si
alguien lo devolviera
para ti? – dijo Gustavo
con firmeza.
— ¡Claro que sí!...
— ¿Entonces? ¡Tal vez el
dueño de él esté
desesperado! ¿Quién sabe
lo que iba a hacer con
él, para que lo
necesitara? ¿Tal vez
pagar el alquiler de
casa? ¿O la cuenta de un
hospital? O...
— Está bien, Gustavo.
¡Tú venciste! ¡Pero ni
sabemos quién lo perdió!
¿Qué hacer?
Gustavo miró alrededor y
vio un puestecito de
perritos-caliente allí
cerca. Los dos amigos
fueron hasta allá y
André preguntó al dueño
del puesto:
— ¿El señor vio quien
estaba sentado en aquel
banco allí delante?
El hombre pensó un poco
y respondió:
— Es difícil recordar,
pues estoy siempre
ocupado... ¡Pero creo
que fue un chico!
— ¡Ah! ¿El señor lo
conoce? ¿Sabe quién es?
— indagó Gustavo,
afligido.
— No, no lo conozco. Lo
lamento, chicos. ¿Pero
por qué están tan
interesados?
— Por nada. Curiosidad
sólo — respondió André.
Decepcionados, caminaban
de vuelta para el banco
cuando... ¡Oh!
¡Sorpresa! Vieron a un
chico que se había
sentado en el banco, se
cubría el rostro con las
manos y lloraba. Ambos
intercambiaron una
mirada y, más
esperanzados, se
aproximaron al banco.
— ¿Por qué estás
llorando así? — indagó
Gustavo.
El chico irguió la
cabeza al oír a alguien
hablar con él. Al ver a
un niño, replicó:
— ¿Qué te importa?
¡Nadie va a poder
ayudarme!
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— ¿¡Quién sabe!? ¿Qué
ocurrió? — preguntó
André, apenado.
El muchacho enjugó el
rostro con las manos y
respondió, desalentado:
— Perdí un paquete de
dinero. Trabajo en una
oficina y el jefe me
pidió que sacara un
dinero del banco para
viajar. Saliendo del
banco, pasé por la plaza
y sentí ganas de comer
un sandwich. Compré el
perrito caliente y me
senté para comer.
Después, me fui,
olvidando el paquete.
¡Ahora no sé qué hacer!
Alguien lo halló y debe
estar muy feliz. ¡Y yo,
desesperado! ¿Cómo decir
al patrón que perdí el
dinero de él? ¡Quedaré
desempleado y él podrá
denunciarme a la policía
por robo! ¡Pero yo no
soy ladrón!
¡Soy muy pobre y no
tengo esa cuantía!
En ese momento, Gustavo
intercambió una mirada
con André y vio que el
amigo estaba emocionado
con la historia.
Entonces, André sacó el
paquete que había
colocado en su mochila y
lo entregó al muchacho,
diciendo:
— ¿Es esto lo que tú
perdiste?
El joven miró para el
paquete y sus ojos
brillaron de alegría:
— ¡Sí! ¡Sí! ¡Gracias a
Dios! ¿Vosotros
lo encontrasteis?
Ambos confirmaron con un
gesto de cabeza y André
lo entregó al muchacho:
— Toma. ¡Él es tuyo!
Pero, la próxima vez,
ten más cuidado. Hoy,
fuimos nosotros que lo
encontramos, pero... ¡¿y
si fuera alguien
que no lo
devolviera?!...
El muchacho, muy
agradecido, abrazó a los
dos niños:
— ¡Gracias! ¡Gracias!
Vosotros no imagináis el
alivio que me distéis.
La próxima vez tendré
más cuidado, a buen
seguro. Jamás me
olvidaré de vosotros. Yo
soy Mário. ¿Y vosotros?
Ellos dijeron sus
nombres e intercambiaron
direcciones, pues Mário
los consideraba como
verdaderos amigos y
quería visitarlos,
conocer a sus familias,
como le gustaría también
que ellos conocieran la
de él.
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Así, con un gran abrazo,
ellos se despidieron.
Cuando Mário se fue y
los dos tomaron el rumbo
a casa, André se volvió
para el amigo y murmuró:
— Gustavo, yo te
agradezco por haberme
dado una lección. Si no
fuera por ti, esta
historia no acabaría
bien, y ni sé lo que
sería de Mário. Ahora,
hicimos un nuevo amigo y
él aún quedó debiéndonos
un favor. ¿No
es bueno?
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— Sin duda, André. Pero
no debes agradecerme a
mí. ¡Agradécelo a Jesús! |
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, em
16/9/2013.)
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