El hombre de
bien respeta en
los otros las
convicciones
sinceras
Hay quien diga:
-No creo en
Dios.
-No creo en
Espíritus.
-No creo en el
mundo
espiritual.
-No creo en
reencarnación.
Las personas
tienen todo el
derecho de
pensar de esta
manera, porque,
sabemos muy
bien, que la fe
es algo
individual que
no se transmite
ni se puede
imponer a quien
quiere que sea.
Lo que no toca a
nadie es el
derecho de
recriminar la
creencia o la fe
ajena, porque
todas las
personas son
libres para
adherir o no a
ésa o aquella
religión, por
más absurda que
sea. La libertad
de culto es,
además, un
derecho
consagrado en la
Constitución
Federal.
Vimos en esta
semana, en un
mismo día, en el
capítulo de la
fe, dos hechos
que nos llamaron
la atención. El
primero fue la
manifestación de
un lector de un
periódico de la
ciudad que,
declarándose
ateo, se valió
de la
oportunidad para
criticar de
manera grosera
las personas que
creen en Dios –
para él, un ser
inexistente –, a
lo cual se
apegan a la
menor
dificultad.
El otro hecho,
de naturaleza
diametralmente
opuesta, nos fue
mostrado por la
TV, cuando una
joven, al verse
roto en
definitivo el
sueño de la
propia boda,
consiguió
equilibrarse y
dio un fin a su
inmenso dolor
valiéndose de
uno de los
salmos de David.
Nos referimos al
conocido Salmo
23, así expreso:
El Señor es mi
pastor, nada me
faltará.
Acuésteme en
verdes pastos,
guíeme
mansamente en
aguas
tranquilas.
Refrigere mi
alma; guíeme por
las veredas de
la justicia, por
amor de su
nombre.
Aun cuando yo
anduviese por el
valle de la
sombra de la
muerte, no
temería mal
alguno, porque
usted está
conmigo; su vara
y su cayado me
consuelan.
Prepare una mesa
ante mí en la
presencia de mis
enemigos, unja
mi cabeza con
aceite, mi cáliz
desborda.
Ciertamente que
la bondad y la
misericordia me
acompañarán
todos los días
de mi vida; y
habitaré en casa
del Señor por
largos días. (Salmos
23:1-6.)
Escrito en una
época bien
anterior al
advenimiento de
Jesús, nos
impresiona la
belleza y la
profundidad de
ese salmo y el
bien que él
transmite cuando
pronunciado por
un alma
fervorosa.
Ese simple
episodio
comprueba cómo
es importante
respetar las
convicciones
ajenas, sobre
todo porque ésa
es una de las
cualidades del
Hombre de Bien,
conforme Allan
Kardec señaló en
un conocido
texto que
integra el cap.
XVII del libro
El Evangelio
según el
Espiritismo,
adelante
parcialmente
reproducido:
El hombre de
bien es bueno,
humano y
benevolente para
con todos, sin
distinción de
razas, ni
creencias,
porque en todos
los hombres ve
hermanos suyos.
Respeta en los
otros todas las
convicciones
sinceras y no
lanza anatema a
los que como él
no piensan.
En todas las
circunstancias,
toma por guía la
caridad,
teniendo como
cierto que aquél
que perjudica a
otros con
palabras
malévolas, que
hiere con su
orgullo y su
desprecio a la
susceptibilidad
de alguien, que
no retrocede a
la idea de
causar un
sufrimiento, una
contrariedad,
aunque ligera,
cuando puede
evitarla, falta
al deber de amar
el prójimo y no
merece la
clemencia del
Señor.
No alimenta
odio, ni rencor,
ni deseo de
venganza; a
ejemplo de
Jesús, perdona y
olvida las
ofensas y sólo
de los
beneficios se
acuerda, por
saber que
perdonado le
será conforme
hubiera
perdonado.
Es indulgente
para con las
debilidades
ajenas, porque
sabe que también
necesita de
indulgencia y
tiene presente
esta sentencia
del Cristo:
“Tírale la
primera piedra
aquél que
hallarse sin
pecado”.
Nunca se
complace en
rebuscar los
defectos ajenos,
ni, aún, en
evidenciarlos.
Si a esto se ve
obligado, busca
siempre el bien
que pueda
atenuar el mal.
Estudia sus
propias
imperfecciones y
trabaja
incesantemente
en combatirlas.
Todos los
esfuerzos
utilizados para
poder decir, en
el día
siguiente, que
alguna cosa trae
en sí lo mejor
de lo que en la
víspera. (El
Evangelio según
el Espiritismo,
cap. XVII, ítem
3.)
|