En una de las salas de
un viejo caserón
existían varios
instrumentos musicales.
Habitada por una familia
que, por varias
generaciones, sus
integrantes amaban el
arte de la música, allí
se reunían un bello
piano, un violín, un
violón, un violonchelo y
una flauta.
Siempre que había fiesta
en el caserón, ellos
eran llamados a tocar,
contribuyendo para la
alegría y el
entretenimiento de los
invitados, por las manos
de los miembros de la
familia, encantando a
todos.
Con inmenso placer, los
instrumentos eran
limpiados, lustrados y
conducidos a la
presencia de personas
elegantes y refinadas.
Al final de la
presentación, los
aplausos de todos los
llenaban de satisfacción
y orgullo.
En los días siguientes,
el Piano, el Violín, el
Violón y el Violonchelo
no hablaban de otra
cosa. Recordaban las
músicas y la
contribución de cada
uno, exaltando el propio
desempeño.
Afirmaba el gran Piano,
con el pecho inflado de
orgullo:
— ¡Ah! Que gran noche,
gracias a mi eficiencia.
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Replicaba el Violín, de
su rincón, con una
mueca:
— Se engaña, señor
Piano. Fue gracias a la
delicadeza de mi sonido
que las personas se
emocionaron.
— ¡Pues sí! Mi sonido es
inconfundible y valora
la ejecución de la
melodía — replicó el
Violonchelo con su voz
grave.
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El Violón, de su
pedestal, consideró
pomposo:
— No se engañen. ¡La
verdad es que mi tramo
de sólo encantó a
todos!
Así conversaban,
enalteciendo las propias
dotes, mientras la
Flauta se encogía,
tímida, delante de sus
compañeros.
El Piano, arrogante y
soberbio, de lo alto de
su grandeza, miró para
la Flauta y preguntó:
— Y usted, Flauta Dulce,
¿no dice nada?
La Flauta, humilde, que
se sentía pequeñita y
frágil, suspiró,
hablando con su voz
dulce y afinada:
— ¡Ah! Reconozco que no
puedo competir con los
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señores.
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Los otros instrumentos
intercambiaron una
mirada de comprensión y
sonrieron, concordando
con ella.
Y así los días se
pasaron.
El año estaba casi al
final, y las fiestas se
aproximaban.
En la víspera de la
Navidad, se programaba
una gran fiesta en el
caserón y los
instrumentos ya se
preparaban para una
presentación más.
Los criados cuidaban de
los preparativos.
Adornos, luces, y un
bello árbol de Navidad
fue montado en la gran
sala. El ambiente
navideño envolvió a
todos. Habría una
representación de la
llegada de Jesús al
mundo, con la
participación de los
miembros de la familia.
Para eso, se montó un
escenario, cerca del
gran árbol: una
caballería, con varios
animales: oveja, buey,
vaca, caballo y un
jumento. Un muchacho y
una joven harían el
papel de María y José,
padres de Jesús. Estaba
todo preparado, cuando
alguien preguntó:
— Papá, ¿y la música?
¡Nos olvidamos de la
música!
Los instrumentos
aguardaban con intensa
expectativa. ¿Quién
tocaría? ¿Sería el
Piano? ¿O
el Violín?
El jefe de la familia
paró lo que estaba
haciendo, pensó un poco,
y decidió:
— Deseo que la música
sea leve, suave y
delicada, como ese
momento tan importante
para la Humanidad y que
va a ser representado
aquí, en esta noche.
Para homenajear a Jesús,
nuestro Divino Maestro,
creo que el fondo
musical debe ser hecho
por nuestra querida
Flauta Dulce, tocada por
mi nieto Tiago. La
humildad de la flauta
está más de acuerdo con
el momento y con las
lecciones evangélicas.
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Así, en el momento de la
fiesta, el sonido
delicado de la Flauta
Dulce tocada por un
niño, haciendo el fondo
sonoro del teatro que
recordaba el nacimiento
de Jesús, emocionó a los
presentes, envolviendo
los corazones y elevando
los pensamientos de
todos hasta el Divino
Aniversario, a recordar
su pasaje por la Tierra
y enviándole vibraciones
tiernas y amorosas de
gratitud imperecible.
Cuando terminó, todos se
abrazaron, repitiendo:
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— ¡FELIZ NATAL!...
Tia Célia
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