Hugo, de diez años,
estaba muy orgulloso de
su familia y de la
posición social a que
pertenecía. Su padre era
médico reputado en la
ciudad y admirado por
todos. Por eso, él se
consideraba por encima
de las otras personas.
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Lleno de arrogancia,
siempre se refería a la
familia como siendo la
mejor, menospreciando a
la de los otros.
La madrecita amorosa, al
notar las actitudes del
hijo en relación a las
demás personas, decía:
— Hugo, nadie puede
considerarse por encima
de los otros. ¡Si
nosotros tenemos una
situación buena, en
virtud de la profesión
de tu padre, significa
que necesitamos ayudar a
las demás personas que
no tienen esa bendición!
— ¡Pero, si no es papá
que las atiende en su
consulta, muchas hasta
sin cobrar la consulta,
ellas continuarían
enfermas!
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— Pues fue exactamente
lo que te dije, hijo.
Los más pobres no tienen
a quién recurrir a no
ser a tu padre, que los
atiende con amor y
dedicación. ¡Agradece
todos los días a Dios
por el padre que tú
tienes! ¿Ya pensaste si
estuviéramos en otra
condición, sintiendo
dolor y teniendo que
suplicar que un médico
nos atendiera? |
El chico bajaba la
cabeza, sin embargo
continuaba pensando y
sintiendo de la misma
manera.
Cierto día Hugo salió
con la bicicleta para
pasear. En un día tan
bonito, él no se dio
cuenta de que ya pedaleó
un buen tramo.
Cuando lo notó, estaba
en un lugar desconocido.
Grandes árboles al
margen del camino
estrecho casi no dejaban
penetrar la luz del sol.
Mirando un pájaro que
cantaba en lo alto, Hugo
perdió el equilibrio y
cayó de la bicicleta,
golpeándose la cabeza en
una piedra.
Todo se borró. Hugo no
vio más nada.
Despertó oyendo voces a
su alrededor. Las
personas intentaban
despertarlo.
Preocupadas, al ver un
corte en la cabeza de
él, querían ayudarlo,
pero no lo conseguían.
En eso, alguien dijo:
— ¡Calma, él está
despertando! Chico,
¿cómo estás? ¿Sientes
mucho dolor? ¿Cómo te
llamas?
Al ver al hombre
andrajoso que él
hablaba, Hugo balanceó
la cabeza negativamente:
— No sé. ¿Qué ocurrió?
Entonces, aquellas
personas pobres, pero
muy buenas, querían
saber donde él vivía,
cual su nombre, cual el
nombre de sus padres,
sin embargo el chico no
se acordaba de nada.
— Es... El golpe fue muy
fuerte — dijo Benedito,
el más esclarecido de
entre aquellas personas.
— ¡¿Benedito, y qué
vamos a hacer ahora?!...
¡Ese chico es de familia
rica! ¿No ve las ropas,
los tenis que usa y la
bicicleta de él?
— Sé eso, ¿pero qué
podemos hacer? Lo mejor
es llevar al chico hasta
mi casa, mientras tomo
otras providencias, como
notificar a la policía,
poner un aviso en la
radio, para que los
padres de él sean
avisados lo más rápido
posible.
Así, transportaron a
Hugo para la casa de
Benedito y Laura,
colocándolo en una cama
vieja. El niño sentía
mucho dolor y le dieron
un té que Laura preparó.
Luego, él estaba mejor.
Durmió un poco y, al
despertar, Hugo miró el
cuartito de madera donde
estaba, sin reconocer el
lugar:
— ¿Dónde estoy? ¿Qué
estoy haciendo aquí? —
murmuró.
— ¡Que bueno verte
despierto! ¿Cómo estás
sintiéndose? ¿Aún tienes
dolor? — preguntó Laura,
que vino de la cocina
donde preparaba una
sopa, al oírlos hablar.
Hugo llevó la mano a la
cabeza, donde había una
cura improvisada:
— No siento dolor.
¿Dónde estoy?
— Tú estás en nuestra
casa. Yo soy Laura, y mi
marido es Benedito. ¿Y
tú, cómo te llama?
Balanceando la cabeza,
él respondió que no
sabía. De repente,
Benedito volvió trayendo
alguien.
Era un médico.
— ¡Vea, doctor! ¡Este
chico cayó en medio de
un bosque que hay aquí
cerca y se golpeó la
cabeza en una piedra!
El médico miró al chico
y sintió las lágrimas
descender por su rostro,
aliviado:
— ¡Hugo!... Mi hijo,
¡¿qué ocurrió?!...
El chico abriendo mucho
los ojos al oír aquella
voz tan querida llamarlo
Hugo.
— ¡Papá! ¿No sé lo que
ocurrió? Sólo recuerdo
que estaba andando con
la bicicleta...
El médico se sentó en la
cama, examinó al hijo y
después dijo:
— No fue nada, mi hijo.
¡Gracias a Dios y a la
bondad de estas personas
que te socorrieron!
¡Gracias, mis amigos!
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Benedito y Laura también
estaban emocionados.
Benedito dijo:
— ¡No hicimos nada,
doctor! Sólo lo trajimos
para nuestra casa y
Laura hizo un té, para
quitar el dolor de él.
— Pero estoy terminando
una sopita para el
chico, quiero decir,
para Hugo.
¡Acepta un plato de
sopa, doctor?
— ¡Claro que acepto!
Hugo estaba hambriento y
tomó la sopa, que halló
muy buena. Al terminar,
el médico se levantó y
dijo:
— Les agradezco por el
amparo que dieron a mi
hijo. Si no fuera por
Benedito, que ya conozco
por haberme buscado
otras veces, pidiendo
socorro para personas
enfermas, no sabría
donde buscar a Hugo. Y
se despidió diciendo:
— ¡Siempre que necesiten
de mí, pueden buscarme!
¡Todos somos hermanos
ante Dios, nuestro
Padre!
Y Hugo, abrazándolos,
completó:
— Gracias por todo.
Quiero presentarles a mi
madre; tengo certeza de
que van a gustar de
ella. ¡Los espero mañana
en nuestra casa, sin
falta!
MEIMEI
(Recebida por Célia
Xavier de Camargo, em
24/11/2014.)
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