Aflicciones…
¿hasta cuándo?
Impresionante el
noticiario que
ocupó los
programas
periodísticos en
el inicio de
esta semana, la
primera de 2016.
Terremoto en el
nordeste de
India, cerca de
la frontera con
Myanmar y
Bangladesh,
accidentes en
las carreteras
de nuestro país
con varias
muertes, riadas,
inundaciones,
deslizamientos
de tierra,
familia
electrocutada
delante de la
propia
residencia… Y,
para culminar,
los actos de
agresión y
violencia que se
siguieron a la
ruptura
diplomática
entre dos
grandes naciones
asiáticas donde
el Islamismo es
la religión
dominante. Nos
referimos, en
este caso,
Arabia Saudita e
Irán,
rompimiento que,
a propósito, se
amplió con la
adhesión de
Bahréin y de los
Emiratos Árabes,
que también
rompieron con
Irán.
Examinando ésos
y otros casos
que surgen a
cada semana en
los medios de
comunicaciones,
es obvio que no
es difícil
averiguar los
que son causados
por acciones del
propio hombre y
los demás, que
ocurren sin que
exista una
relación directa
entre el
acontecimiento y
lo que tenemos
hecho.
“En el mundo
habréis de tener
aflicciones.
¡Coraje! Yo
vencí el mundo.”
(Juan, 16:33.)
Las palabras
arriba,
pronunciadas por
Jesús y
apuntadas por el
evangelista, son
expresivas y,
más aún,
proféticas.
¿Por qué en el
mundo habremos
que tener
aflicciones?
No es necesario
adoptar creencia
alguna para
observar que,
independientemente
de nuestra
voluntad, es eso
que tiene
marcado la
historia de la
Tierra desde sus
orígenes.
Mundo de pruebas
y expiaciones,
nuestro orbe
recibe Espíritus
aún imperfectos,
con un largo
prontuario
relleno de
acciones y
omisiones que es
necesario
resolver,
reparar,
corregir…
Nuestra
imperfección no
permite, excepto
en rarísimos
casos, que nos
modifiquemos por
la fuerza de una
palabra o de un
consejo. Surge,
entonces, el
dolor como
medida necesaria
y altamente
eficaz, como
todos
ciertamente ya
observamos en
nuestro propio
comportamiento o
en la conducta
de familiares y
amigos visitados
por el
sufrimiento.
Ya mencionamos
aquí y no nos
cuesta repetir
que, según
enseñanza
recibida de los
inmortales, el
proceso de
regeneración de
alguien que
hirió la Ley de
Dios implica el
concurso de tres
factores: el
arrepentimiento,
la expiación y
la reparación –
éstas dos
últimas, medidas
educativas, no
punitivas, que
la propia
persona solicita
cuando prepara
un nuevo pasaje
por la
experiencia
reencarnatoria.
Como ejemplo de
cómo se procesa
la justicia
divina,
recordemos el
caso de Letil,
un industrial
francés que
murió en abril
de 1864, de modo
horroroso,
cuando sobre él
cayó todo el
contenido de una
caldera de
barniz
hirviente. En un
abrir y cerrar
de ojos su
cuerpo se cubrió
de materia
candente. Cuando
se pudo
prestarle los
primeros
socorros, ya las
carnes
dilaceradas
caían a pedazos,
desnudos los
huesos de una
parte del
cuerpo y de la
faz.
Aun así,
sobrevivió doce
horas a
terribles
sufrimientos,
conservando, sin
embargo, toda la
presencia de
espíritu hasta
el último
momento, sin que
se oyese de sus
labios un único
gemido, un sólo
lamento. Letil
murió orando a
Dios.
Como se trataba
de un hombre
honradísimo, de
carácter tierno
y afectuoso,
amado y estimado
de cuantos lo
conocían, es
obvio que nadie
comprendió por
qué tan triste
tragedia le segó
la vida. Más
tarde, no
obstante,
evocado en la
Sociedad
Espírita de
París, el propio
Letil dio
noticia sobre su
situación en el
mundo espiritual
y reveló la
causa que le
había
determinado tan
triste destino.
Él contó
entonces:
“Pasados casi
dos siglos,
mandé quemar una
muchacha,
inocente como se
puede ser en su
edad – 12 a 14
años. ¿Cuál la
acusación que le
pesaba? La
complicidad en
una conspiración
contra la
política
clerical. Yo era
entonces
italiano y juez
inquisidor; como
los verdugos no
osasen tocar el
cuerpo de la
pobre niña, fui
yo mismo el juez
y el carrasco.
Oh! ¡Cuánto es
grande, justicia
divina! A ti
sometido,
prometí a mí
mismo no vacilar
en el día del
combate, y bien
que tuve fuerza
para mantener el
compromiso. No
murmuré, y
vosotros me
perdonasteis, oh!
¡Dios! ¿Cuándo,
sin embargo, se
me apagará de la
memoria el
recuerdo de la
pobre victima
inocente? ¡Ese
recuerdo es que
me hace sufrir!
Es necesario,
por lo tanto,
que ella me
perdone.
Oh! Vosotros,
adeptos de la
nueva doctrina,
que
frecuentemente
decís no poder
evitar los males
por no tener
ciencia del
pasado! Oh!
¡Hermanos míos!
Bendices antes
el Padre, porque
si tal recuerdo
os acompañase a
la Tierra, no
más habría ahí
reposo en
vuestros
corazones. ¿Cómo
podríais
vosotros,
constantemente
asediados por la
vergüenza, por
el
remordimiento,
disfrutar un
sólo momento de
paz? El olvido
ahí es un
beneficio,
porque el
recuerdo aquí es
una tortura.
Algunos días
más, y, como
recompensa a la
resignación con
que soporté mis
dolores, Dios me
concederá el
olvido de la
falta. He aquí
la promesa que
acaba de hacerme
mi buen ángel.”
(El Cielo y
el Infierno, de
Allan Kardec –
2ª Parte –
capítulo VIII.)
Esperamos que
las
explicaciones
arriba, aunque
no nos traigan
de vuelta el
familiar querido
que partió, nos
ayuden a
comprender que
en la vida todo
que emana del
Padre es justo y
tiene por fin
solamente
nuestro bien y
nuestra
felicidad.
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