Llegando a la escuela
para buscar a su hija,
después de las clases,
Celeste no pudo dejar de
sonreír satisfecha al
ver a los niños
jugueteando en el patio
mientras aguardaban que
alguien viniera a
buscarlos.
Siete u ocho niños, de
ambos sexos, jugueteaban
a saltar a la cuerda.
Una de cada vez saltaba
cantando una canción,
mientras otras dos,
cogiendo las
extremidades de la
corda, los movían para
que las demás pudieran
saltar.
En ese momento un chico
se aproximó al grupo,
queriendo participar del
juego. Al verlo entrar
en la fila, Lucia, la
hija de Celeste, lo
impidió con grosería,
diciéndole:
— ¡Tú no! No jugarás con
nosotros.
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Celeste, sorprendida
con la actitud de la
hija, no sabía qué
pensar. El chico se
alejó con la cabeza
baja, triste,
sentándose en un
banco lejos de
todos. Celeste se
aproximó a él para
hablar.
Su nombre era
Rafael. La señora le
preguntó por qué no
estaba jugueteando
con los otros niños,
sin que él notara
que ella viera lo
que había ocurrido
un poco antes.
El chico levantó los
ojos melancólicos y
respondió con
serenidad:
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— No me dejaron
participar del
juego, pero no tiene
importancia. Ya
estoy acostumbrado a
eso. |
Celeste extrañó
encontrar tanta
resignación y madurez en
aquel niño que aun no
había pasado de los ocho
años de edad.
— ¿Pero por qué no te
dejan jugar con ellos?
¿Vosotros os peleasteis?
Él sonrió tristemente y
afirmó:
— ¡No! Es que soy
negro y a ellas no
les gusto. Dicen
siempre que soy feo
y sucio a causa de
mi color.
Celeste cogió las
manos del chico y,
llena de cariño, le
habló con dulzura:
— Tú eres un niño
muy lindo, Rafael.
Por dentro y por
fuera. No creas lo
que ellas dicen.
Ellas no saben lo
que están diciendo.
Celeste llevó a la
hija para casa, sin
hacer comentario
alguno. |
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Después del almuerzo,
invitó a Lucia a salir.
La niña adoraba salir
con la madre para hacer
compras y, muy
satisfecha, se arregló
bien.
Entraron primero en una
tienda de confecciones.
La madre dejó que Lucia
escogiese un vestido de
su gusto y
confeccionado. La niña
estaba en duda en cuanto
al color. ¡Eran tan
bonitos todos ellos!
Había vestidos
amarillos, rojos,
azules, blancos, negros,
verdes, rosas… En fin,
no sabía cómo decidirse.
— ¡Ah, mamá! ¡Son todos
tan bonitos!
Creo que me quedaré con
aquel lila.
La vendedora empaquetó
el vestido y Lucia salió
toda feliz, llevando el
paquete.
Enseguida entraron en
una tienda de zapatos.
La misma dificultad para
escoger el color. Lucia
acabó optando por un
lindo zapato de charol
negro.
Después fueron a una
tienda de juguetes y la
niña se quedó fascinada
con las pelotas de
colores diversos. La
madre permitió que ella
escogiese una bonita y
brillante pelota roja.
Lucia estaba feliz, sin
embargo las sorpresas no
habían terminado.
Pasaron por una tienda
de pequeños animales,
donde la niña
acostumbraba a parar
para admirar a los
animales. Había
gallinas, bonitos
conejos de largas
orejas, perros de razas
variadas, gatos y hasta
un pequeño mono.
La chica miraba admirada
para los perritos que,
dentro de una pequeña
caja, se empujaban.
La madre la animó:
— Escoge uno, hija mía.
— ¿Sí puedo? – preguntó
la chica con los ojos
brillantes.
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— Claro. Tú siempre
deseaste tener un
perrito.
Escoge uno. ¿Cuál
prefieres tú?
Lucia miraba los
animalitos sin
decidirse. Eran de
colores diversos,
blancos, negros,
marrones con manchas
negras, blancos con
manchas negras,
cenizas. Acabó
escogiendo uno que
la miraba con ojos
tristes.
Volvieron para casa
sosteniendo los
paquetes y Lucia,
con cariño, ponía al
corazón a su
cachorrito.
La niña no paraba
|
de hablar, eufórica: |
— Cuantas cosas bonitas
vimos nosotras hoy,
mamá.
— ¡Es verdad! ¡Y que
colores tan variados!
— Todos tan bonitos,
mamá, que yo no
conseguía decidirme.
— Los colores de la
naturaleza son todos
lindos, hija mía, es
preciso sólo que sepamos
escoger entre ellos. ¿Tú
ya notaste que ocurre la
misma cosa con las
personas?
— ¿Cómo es eso? –
preguntó la niña.
— Mira. Existen personas
de piel amarilla, roja,
blanca, morena, negra,
dependiendo de su
origen, de donde vienen,
¿entiendes? Por ejemplo,
tú amiguita Tomiko es
japonesa, por lo tanto
de piel amarilla.
Carolina es rubia y
blanca como la leche.
Roberta es morena de
cabellos oscuros y
Juliana tiene los
cabellos rojos como el
fuego. Y Rafael tiene la
piel oscura, negra. Pero
todos son lindos, ¿no lo
son?
Lucia, que miraba a la
madre, bajó la cabeza
avergonzada.
— ¿Qué pasa, hija? –
preguntó la madre.
— Sabes mamá, ahora que
tú me estás explicando
los colores de ese modo,
yo puedo entender mejor
las cosas.
Le contó lo que hicieron
con Rafael por la mañana
y terminó diciendo:
— Ahora entiendo que
todos los colores son
bonitos y tú siempre
dices que todos nosotros
somos hermanos, ¿no es?
— Eso mismo, hija mía.
El hecho de nacer de
este o de aquel color,
ricos o pobres, bonitos
o feos, es una decisión
de Dios, que es nuestro
Padre, y que nos ama a
todos de la misma
manera, porque somos sus
hijos.
Al día siguiente, al
llevar la hija para la
escuela, Celeste
constató, con mucha
satisfacción, que el
primer niño que Lúcia
buscó para juguetear fue
Rafael y, de lejos, vio
la sonrisa de felicidad
en el rostro del niño.