José y Marco estaban
jugando enfrente de sus
casas, como siempre
hacían.
Estudiaban en la misma
clase y andaban siempre
juntos, fuera yendo para
la escuela o volviendo
de las clases.
La amistad de ellos era
conocida y todos la
admiraban, comentando
como Marco y José se
llevaban bien, sin
peleas y
desentendimientos. Pero
eso ocurrió hasta el día
en que, por un motivo
tonto, ellos se
irritaron uno con el
otro y pasaron a
agredirse.
Gritaba José:
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— ¡Tú eres así, Marco!
¡Siempre queriendo tener
razón en todo!
A lo que Marco replicaba:
— ¿Cómo es así, José?
¡Siempre dejé que tú
creyeras tener la
verdad, aún creyendo que
yo estaba cierto!...
— ¡Ah!... ¿E así?
¡Entonces, no hablo más
contigo! — gritó el
otro, lleno de rabia.
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— Si es lo que deseas,
acepto tu decisión —
respondió Marco,
nervioso.
Ambos se alejaron, cada
uno tomando el rumbo de
la propia casa.
Sin embargo, no estaban
contentos. Pasada la
rabia, tristes, echaban
en falta estar juntos,
de los juegos, de los
paseos, de las tareas
escolares que hacían
codo con codo.
Deseaban que nada de
aquello hubiera ocurrido
y que aún fueran amigos
como antes, sin embargo
el orgullo no dejaba que
reconocieran el error
que cometieron.
Hasta que un día,
después de mucha lluvia,
el Sol apareció y José
decidió salir y pasear
por la calle. Cerca de
su casa había un jardín
y él caminó hasta allá.
Se entretenía mirando
las plantas lindas y
llenas de flores, los
árboles con sus hojas
limpias y brillantes,
cuando notó que alguien
a su frente caminaba a
su encuentro.
Quedó rojo: ¡era Marco!
Sin saber qué hacer,
ellos pararon a cierta
distancia, y José gritó:
— ¿Hasta aquí tú vienes
a incomodarme?
A lo que Marco
respondió:
— No, José. ¡No tengo
culpa si tu decidiste
también pasear por el
jardín como yo,
aprovechando el día de
sol!
José, de temperamento
violento, se quedó con
más rabia aún y,
deseando alcanzar a
Marco de alguna forma,
miró a su alrededor y
vio un gran charco de
barro inmediatamente al
frente. No tuvo duda. Se
bajó, cogió un puñado de
barro y lo tiró al otro.
Al notar la disposición
de José, Marco abrió
mucho los ojos y gritó:
— ¡No!...
Sin embargo el pastel de
barro lo alcanzó bien en
el pecho. Al ver el
perjuicio que José había
hecho en su ropa, ahora
toda sucia, Marco miró
para él y dijo:
— ¿José, no percibes
que, deseando
alcanzarme, tu quedaste
sucio antes?
Al oír las palabras de
Marco, el otro miró para
sí mismo. No sólo sus
manos estaban sucias,
sino también sus ropas.
Marco, que observaba la
reacción del amigo, vio
que José se quedó
descontento en un primer
momento, pero después
comenzó a reír,
encontrando gracia al
ver como Marco estaba
sucio y él también.
Marco también rió e,
intercambiando una
mirada, ellos
percibieron que aquel
momento gracioso había
cambiado todo entre
ellos. Pasaron a tirar
barro uno al otro hasta
cansarse.
Después, se aproximaron
y se abrazaron, felices
por estar juntos de
nuevo.
José, con el rostro todo
embarrado, reconoció:
— Tú tienes razón,
Marco. ¡Para lo
alcanzarte, yo me
ensucié antes! Muestra
que, en verdad, somos
iguales.
— Eso mismo, José. Para
criticar a alguien es
preciso que seamos
diferentes del otro.
Estoy feliz por haber
restablecido nuestra
amistad. ¡Sentí mucho tu
falta!
— ¡Yo también, amigo
Marco! Que nunca más la
gente pelee. Y, si eso
ocurre, que podamos
conversar y entendernos,
como dos amigos que
realmente somos.
Así, abrazados, ambos
fueron caminando y
riendo hasta sus casas.
Las madres, que estaban
en el portón buscando a
ellos, quedaron
sorprendidas con la
suciedad de
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los hijos, pero
contentas por
verlos amigos de
nuevo. |
Todo sería diferente de
ese día en delante, pues
esa lección jamás se les
borraría de la memoria
durante toda la
existencia.
¡Ellos entendieron que
lo más importante es
siempre el amor que
sentimos por las
personas queridas que
forman parte de nuestras
vidas!...
MEIMEI
(Recebida por Célia X,
de Camargo, em
03/11/2014.)
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